Si en algo ha puesto Nicaragua esperanzas para lograr una salida al asedio de Daniel Ortega, cada día más represivo, es en la comunidad internacional. Y si un país puede jugar un papel determinante, están convencidos los detractores con Ortega, ese es México. Porque “siempre ha sido una voz muy relevante en Centroamérica”, como resume la exguerrillera sandinista e historiadora Dora María Téllez. O, como apunta el escritor Sergio Ramírez, porque ambos países son parte de la misma realidad geopolítica porque “Centroamérica comienza en Chiapas en términos culturales”. Pero, sobre todo, como ambos pudieron comprobar hace casi 40 años, porque ya se logró una vez.
En 1979 la dictadura de Anastasio Somoza no podía ocultar ya las continuas violaciones a los derechos humanos. Su caída era cuestión de tiempo, en la medida en que también crecía el fervor por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). A finales de mayo, aparentemente después de haber escuchado los desmanes de Somoza de boca del entonces mandatario de Costa Rica, Rodrigo Carazo, el presidente mexicano, José López Portillo tomó una decisión crucial: “En estos momentos estoy instruyendo al canciller Jorge Castañeda para que rompa relaciones con Nicaragua”.
El anuncio de López Portillo, que consideraba la represión somocista como un “horrendo genocidio”, se había gestado, sin embargo, antes de aquella reunión. El presidente mexicano había recibido varias veces en Los Pinos a miembros del Grupo de los Doce del FSLN, que le tenían al tanto de la deriva del régimen. “La ruptura de relaciones estaba concertada, solo estaba esperan el momento en que nos pareciese mejor”, recordaba esta semana Ramírez, que lideró aquellas conversaciones, uno de los momentos que plasmó en su libro Adiós muchachos.
Alan Riding, entonces corresponsal en México de The New York Times, relató que “los sandinistas gustosamente explotaron el entusiasmo paternalista de López Portillo y viajaron con frecuencia a la ciudad de México con largas listas de peticiones. En algunas ocasiones, el presidente recibía a las delegaciones de comandantes diciendo: ‘Bueno muchachos, ¿qué necesitan?’ A continuación, giraba órdenes de que sus ministros les ayudaran”, tal y como lo recuerda Fabián Herrera León, de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en un amplio ensayo publicado en el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura.
El papel de México fue determinante durante toda la resistencia a Somoza. La embajada se convirtió en lugar de refugio para los sandinistas, hasta 400 personas, y para todo aquel que quisiera pedir asilo. También brindó apoyo para trasladar armamento en vehículos diplomáticos. Decisiones, todas, ejecutadas entonces bajo órdenes del encargado de negocios de la sede diplomática. “El embajador y su esposa arriesgaron su vida y su situación en el país por colaborar, incluso apoyando en traslados clandestinos”, recuerda Téllez.
La decisión del presidente mexicano marcó un punto de inflexión. Un mes después de que López Portillo rompiera con Somoza, la Organización de Estados Americanos (OEA) aprobó una condena contra el régimen y exigió el fin de la dictadura y el reemplazo por un gobierno democrático en Nicaragua. El 17 de julio, Somoza huyó de Nicaragua. Un día después, algunos de los miembros de la Junta de Gobierno que se disponía a dirigir el país –Sergio Ramírez, Alfonso Robelo y Violeta Chamorro- dejaron Costa Rica y se dirigieron a León, donde les esperaba Daniel Ortega. El viaje, recuerda el excanciller Jorge G. Castañeda, hijo del entonces jefe de la diplomacia mexicana del mismo nombre, se hizo en uno de los aviones de López Portillo.
Rubén Aguilar, periodista, exguerrillero y portavoz del Gobierno de Vicente Fox (2000-2006), explica que “el canciller Jorge Castañeda entendió la coyuntura y cuál debería ser en ese momento el papel de México en la región y también frente a Estados Unidos”, potencia que durante los más de cuarenta años que duró la dictadura fue aliada de los gobiernos militares liderados por los Somoza. “López Portillo se sentía un hombre de izquierda y le resultaba rentable para su imagen personal pasar a la historia de esa manera”, asegura Aguilar.
Para Rubén Aguilar aquella posición mexicana fue “determinante”. Rompió, como ya había hecho durante la Guerra Civil de España, por ejemplo, con la llamada Doctrina Estrada, que establece que México no intervendría en asuntos internos de otras naciones y que respetaría la autodeterminación de los pueblos. “El gobierno mexicano solo se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, sin calificar precipitadamente, ni a posteriori, el derecho de las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades”, se lee en el texto original de Estrada.
Ahora lamenta que el actual Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador no tome una postura crítica en relación al Gobierno de Daniel Ortega y los crímenes de lesa humanidad que ha cometido, según un amplio informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la OEA, que durante seis meses investigaron los hechos violentos ocurridos en Nicaragua en el marco de las protestas que desde abril exigen el fin del régimen. “Es una tragedia para México que decida no posicionarse en temas derechos humanos y democracia. El Gobierno le deja ahora todo el espacio de política exterior al Brasil de Bolsonaro”.
La desazón también sacude a los antaño miembros del FSLN, hoy hostigados por Ortega. “Creo que la política exterior mexicana es una nebulosa que aún está por aclararse”, comenta Sergio Ramírez, quien no quiere entrar a valorar a López Obrador, aunque advierte que los contextos entre aquella Nicaragua de Somoza y esta de Ortega son muy parecidos. La gran diferencia, admite Dora María Téllez, es que ahora no hay un grupo que baraje la lucha armada contra Ortega. Ella, que fue capital en la resistencia a Somoza, sí se siente dolida por la postura de México: “Una cosa es no intervenir y otra es la indiferencia”.