La lectura como la masturbación, dice Mikita Brottman en Contra la lectura, suelen ser actos individuales y placenteros, en algún momento condenados por sociedades que recelan de lo que sucede en la alcoba del cuerpo o en la alcoba mental. Vicios solitarios que conspiran contra la moral colegiada. Hasta que cambian tiempos y aires. Y aunque la masturbación no siempre se fomenta, hoy por lo menos goza de un estatus científico que la avala. Y si bien sigue siendo sospechoso el ser humano que vive pegado a las letras, la lectura sí es un vicio solitario que hoy el Estado promueve (aunque no lo califique como tal).
En una de esas debiera: gran campaña de publicidad por morbo.
Hace unos días, el Gobierno de López Obrador dio a conocer la Estrategia Nacional de Lectura para fomentar hábito y gusto por esta actividad mediante tres ejes: el formativo, para que la lectura sea placentera y enriquecedora desde la infancia; el sociocultural, mediante la accesibilidad en precio y ubicación de libros; el comunicativo, con campañas de sensibilización sobre la exploración cognitiva y gozosa del yo. Dirían algunos que nada nuevo bajo el sol: son tantas las campañas de fomento a la lectura que hemos visto pasar con mayor pena que gloria en los últimos años. Otros murmurarán su desprecio por la obsesión con la lectura formal en tiempos en que la vida digital nos obliga a leer y a escribir como nunca antes. Puedo coincidir con ambas objeciones. Sin embargo, enfatizar placer y gozo en relación con la lectura como se ha planteado en estos días, me merece otra atención. Tal vez, solo tal vez, ésta pueda ser la diferencia para que la lectura se vuelva realidad más amplia.
¿Cuándo te convertiste en lector y por qué?, pregunté en redes sociales y en radio. ¿O por qué nunca te convertiste en lector?
Soy lector porque en mi casa se leía con amor. ¡Por Harry Potter! Mi mamá me contaba historias al dormir que sacaba de los libros. Me rompieron la rodilla en el fútbol americano y estuve casi un mes en un cuarto lleno de libros. Ver a mi papá leer el periódico todos los días. ¡Por las historietas de Woody Allen! Después de la muerte intempestiva de mi padre, leí vorazmente para existir y para dejar de hacerlo. Tuve dos grandes maestros en la escuela. ¡Stephen King! Mi abuelo y mi madre me leían siempre. ¡Batman me volvió lector! Me pagaban por capítulo que le leía a mi abuelo ciego y me enganché. Por curiosidad. Mi papá me castigó sin televisión y me dio libros para que no me aburriera. Yo creo que a mí me hizo lectora que fui una niña muy tímida e inadaptada: leer era mi refugio.
Pero también: me obligaron muy joven a leer el Quijote, el Cid y los Miserables; los odié. A mí no me gusta leer. El conocimiento sí, pero si puedo obtenerlo por otro medio, lo prefiero. No soy lector, en mi casa no se leía. No soy lectora, en la escuela era por castigo u obligación. No fui lector por culpa de dos profesores que hacían de la lectura una competencia. No me llama la atención la lectura: estar sentada haciendo la misma actividad me vuelve loca. Me aburro cuando leo y no avanzo porque no comprendo. Creo que no soy lectora porque me obligaban a hacerlo y nunca me explicaban nada. No soy lector porque no sé cómo serlo.
Dijo el escritor Paco Ignacio Taibo II que desde la Estrategia Nacional recién lanzada, “no se le va a imponer a nadie la obligación de leer” y hace mucho Borges ya recordaba que la lectura es un goce y el placer no puede ser obligatorio. Bien ahí: acerquemos libros y humanicemos procesos. Pero, de paso, aprovechemos para reconocer también que la lectura puede ser un (buen) vicio solitario y el celebrar que nos exploremos con gozo a través de las letras, una forma de abrazar el reto.
Ya veremos por dónde camina esta nueva cruzada.