¿De qué independencia hablamos?
Subyugar o controlar a jueces y fiscales es un objetivo recurrente para el crimen organizado y la corrupción. Y de eso hay varios ejemplos recientes en América Latina y otras regiones. En varias situaciones recientes el foco parecería estar ahora en los fiscales y en las cabezas de las fiscalías.
El Fiscal de la Nación en Perú, por ejemplo, ha sido sindicado por una fiscal, desde agosto del año pasado, como integrante de una organización criminal en el puerto del Callao. Como cabeza del ministerio, a su vez, ha dado señales repetidas de trabas y bloqueos a las investigaciones sobre el caso Odebrecht/Lava Jato. Siendo cabeza de la institución encargada de la investigación y persecución del delito, era muy grave que haya seguido en su puesto; la presión ciudadana lo forzó a renunciar esta semana. Pudo haber actuado el Congreso, pero prevaleció la inacción de una mayoría parlamentaria poco entusiasta con que se vaya al fondo en esas investigaciones.
En Colombia, por su lado, se ha conocido que el Fiscal General, en su previa condición de abogado privado, habría estado informado de operaciones oscuras de Odebrecht y no habría actuado. No digo que allí haya responsabilidad penal, pero hechos así generan lógica preocupación en la sociedad por las responsabilidades de la fiscalía en la investigación de actos delictivos atribuidos a esa empresa.
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La penetración de organizaciones criminales en el sistema de justicia es una grave amenaza. No son simples los medios con que cuenta el Estado para actuar ante hechos criminales que podrían estar ocurriendo en otras instituciones públicas. Pero si se trata de altas autoridades como fiscales generales el asunto es más complejo. Abre zonas grises: legítima acción pública para investigar versus intervención en instituciones a investigar cuya independencia se debe preservar.
Cuando en 2017 presenté mi primer informe ante la Asamblea General como Relator Especial sobre independencia de jueces y abogados de la ONU, puse el foco en la delincuencia organizada y la corrupción como una de las mayores amenazas contemporáneas a la independencia judicial. Los hechos han demostrado que no estaba equivocado. Hay dos razones para que los órganos internacionales —políticos y de derechos humanos— deban actuar.
Primero, porque la corrupción tiene impacto directo sobre la vigencia de los derechos humanos: priva a las sociedades de recursos importantes que podrían servir para atender necesidades básicas. Segundo, porque impacta directamente sobre el funcionamiento de las instituciones del Estado, en general, y sobre la administración de justicia, en particular.
Vamos a esto segundo: para la corrupción es crucial interferir, controlar o, más aún, cooptar al sistema de justicia. Es la vacuna más eficaz. Si, en general, es importante contar con un sistema judicial independiente para que resuelva con objetividad y de acuerdo a ley, un sistema judicial eficaz e independiente es absolutamente crucial para prevenir y combatir la corrupción. Así, velar por la independencia de jueces y fiscales es protegerlos no solo de la injerencia o presión desde el poder político sino de la menos visible influencia de organizaciones criminales en el Estado.
Tres factores son cruciales para que la justicia no sea vacuna de los corruptos sino arma de la sociedad y que pueda dirigirse hacia altos funcionarios cuando corresponda. Uno, mecanismos de designación y control de jueces y fiscales independientes del poder y que sean, a la vez, transparentes. Dos, reglas y garantías que doten a jueces y fiscales —en los distintos niveles jerárquicos— tanto de seguridad física y mental como en el puesto de trabajo. Tres, una sociedad vigilante y medios de comunicación atentos a informar a la sociedad de evoluciones sospechas sobre la conducta de jueces o fiscales como ha ocurrido recientemente en Perú.