Otra vez, el cuento de los artistas vagos
Debería causarnos más que una inquietud pasajera la cámara húngara que se armó la semana pasada en el foro convocado por el gobierno para discutir con la comunidad artística los cambios que se pretenden hacer al sistema de estímulos a la creación. Es cierto: por unas horas, las redes se llenaron de debates en torno a la cultura, algo que en México resulta más o menos insólito. Pero los reflectores pronto voltearon a otras trincheras y regresó la oscuridad habitual. Ah, ¿le parece a usted que el arte y la cultura no son temas que merezcan su atención? Bueno, pues en eso está de acuerdo con la caterva de políticos y funcionarios que, a lo largo de los años, han pasado por alto el asunto, han recortado los fondos del sector cada vez que se les antoja e incluso puesto al arte, injustamente, como ejemplo de actividad en la que el gobierno desperdicia el dinero (porque las obras públicas amañadas y ruinosas, los subsidios a fondo perdido para empresarios trácalas y las condonaciones de impuestos multimillonarios a corporativos, que sumados exceden muy notoriamente todos los presupuestos culturales de la historia, son pura ganancia para el país ¿verdad?).
Afirmar, como se hace con frecuencia, que quienes nos dedicamos a la creación artística somos unos haraganes, o unos vivales que sobrevivimos de «chupar» el presupuesto, es, sin más, una tontería. La realidad es que muy poca gente, tan poca que su cifra no es estadísticamente relevante, sobrevive de la práctica del arte en México. Muchos nos ganamos la vida gracias a ocupaciones derivadas del arte, pero que no son arte en sí (clases, colaboraciones en medios, etcétera) y una verdadera legión, es decir, la mayoría de los artistas del país, se ve orillada a sobrellevar empleos que poco o nada tienen que ver con su vocación. En México el artista trabaja mucho, porque además de la necesidad de mantener el empleo que le permita sobrevivir, dedica horas y horas cada semana a sus proyectos. Con manzanitas, por si no quedó claro: un artista, en este país, trabaja las mismas horas que el ciudadano común y además hace horas extra, a costa de su vida familiar y social y del indispensable descanso, para sacar adelante su obra. Y eso, señoras, señores, significa que trabaja más que muchos. Decir que somos haraganes es un infundio que revela, simplemente, que quien lo repite no conoce su entorno ni es capaz de valorar el esfuerzo de los demás.
Quizá usted sea de esos que creen que el único arte al que podemos aspirar es aquel que vende lo suficiente para que resulte un buen negocio (¿Si eres tan bueno por qué no vives de eso, eh?). Pero es un despropósito juzgar el arte a través de sus resultados mercantiles. No existe correlación entre la calidad de una obra y el mucho o poco dinero que le retribuya a su autor, porque eso depende de modas y mercados y del mero azar. Y porque un Estado tiene la obligación de promover la cultura, del mismo modo que promueve la salud o la educación de sus ciudadanos, es que existen los apoyos oficiales al arte (el presupuesto total de cultura, por cierto, es porcentualmente muy bajo, de tan solo alrededor del 2.3 por ciento del total del dinero público en 2019, y los apoyos son apenas una fracción menor de ese dinero; es falso, además, que esos recursos se le estén hurtando a otros sectores: los presupuestos para educación y salud o para el combate a la pobreza, por ejemplo, son muchísimo mayores que los dedicados a la cultura).
Las famosas «becas», es decir, los estímulos a la creación estatales o federales, permiten que un artista dedique más tiempo a sus proyectos en vez de buscarse chambas adicionales a las que ya tiene. No: la inmensa mayoría no dejan su trabajo si ganan una beca, porque las cuentas no le salen, pero al menos obtienen un periodo de creación más o menos al margen de las urgencias de la vida cotidiana y los vaivenes del mercado. Quizá pueda considerarse un «privilegio» obtener un subsidio para crear arte, tal como se arguye a veces, pero solo si reconocemos que lo es tanto como resultar beneficiario de cualquier otro programa gubernamental de apoyo como los que existen, por ejemplo, para la ciencia o el deporte. Y si esos apoyos desaparecieran, como tantos ignorantes desean y exigen, no desaparecerían con ellos ni la ciencia ni el deporte ni el arte del país, claro, pero se dedicarían a ellos mayoritaria o únicamente los ricos, es decir, quienes tuvieran la capacidad económica de consagrarle su tiempo a una actividad en la que se se corre el riesgo de no recibir nada a cambio de los sacrificios personales. El hecho de que algunos, que efectivamente son unos vivales, hayan convertido el acceso a los apoyos en una suerte de industria personal, y coleccionen decenas y decenas en sus historiales, habla de la necesidad de afinar los criterios de selección y, quizá, de poner candados y plazos más terminantes. Pero abolir programas necesarios por culpa de unos beneficiarios abusivos es confundir las cosas. Ah, ¿le parece que nada de esto tiene demasiada importancia porque «nomás es cultura»? Pues entonces lo que usted preconiza es un país más ignorante, más injusto y, en un sentido amplio, más pobre del que ya tenemos.