El queso que me acaba de llegar tiene forma troncocónica, como una pirámide chata, y la corteza exterior invadida por una capa de moho que le da un aspecto negruzco. Todo indica que es un queso de masa compacta y su apariencia muestra referencias que resultan familiares. Reproduce la imagen de muchos quesos que ya he visto antes; les dicen tipo pirámide y los más conocidos vienen de Valençay, en la región central de Francia, aunque a estas alturas se han replicado por muchas las zonas de producción de ganado caprino del mundo. Este viene de México y llegó hasta mi mesa en avión, dentro de una maleta. Ha sentido algo las consecuencias del viaje, lo que incluye una ligera sobremaduración, y tiene la pasta más cremosa de lo habitual, pero se muestra exultante; seria, consistente y con carácter.
Lo producen en el rancho de Javier y Mónica Chaurand, en Celaya (Guanajuato), y llega acompañado por una pieza de mayor tamaño, con la corteza compacta y una curación más larga, de tres o cuatro meses. La pasta es firme y consistente y me recuerda a algunos quesos canarios. La primera sensación me lleva hacia las producciones de la isla de La Gomera, pero Javier me reconduce hacia los majoreros, de la isla de Fuerteventura, donde concretó uno de sus primeros ciclos de formación. Hizo otro en la región francesa del Loira, lo que cierra el ciclo de influencias de uno de los queseros más activos del nuevo panorama mexicano. Trabaja con leche fresca de sus propias cabras, lo que implica unas cuantas servidumbres en forma de costes y trabajo. Le pregunto si no sería más rentable trabajar con leche comprada, y me explica que el frescor de la leche y la alimentación del ganado son claves para el negocio. “La leche y el queso son el resultado de lo que come la cabra”, dice.
Bonfilio Domínguez mantiene 25 vacas de raza holstein en el rancho familiar de Zacatlán, a unos 100 kilómetros de Puebla, aunque siempre ha tenido su mercado natural en la Ciudad de México, algo más lejos pero más a mano. Es un productor joven que apenas supera los 35 años, aunque anda metido entre quesos desde bien chico. Empezó su formación en la Universidad Autónoma de México, en Hidalgo, como muchos otros representantes de la nueva generación del queso mexicano. Es un pequeño productor artesano y la leche de sus 25 vacas de raza Holstein dan mucho de sí. No sabe bien si hace trece elaboraciones diferentes o si al final son catorce. Entre ellos uno al que le dicen “tipo camembert” y acaba siendo una atractiva versión del original. La pasta está en el momento preciso de maduración y en cuanto toma temperatura adquiere una textura cremosa y suave. Es sutil y muy perfumado. Lo disfruto con tranquilidad poco a poco, bocado a bocado hasta que la tabla queda vacía. Se hará extrañar.
Entre los quesos de Bonfilio hay uno que llama de montaña. Lo encuentro en una tienda pero está claro que no ha sufrido buen trato, y lo dejo pasar. Sigo buscando con la ayuda de Lee Salas, un peruano imprescindible que parece conocer la mayoría de los recovecos de los nuevos quesos latinoamericanos. De su mano, la cosecha sigue creciendo con las preparaciones a base de leche de oveja de Casa Piedra, en Jilotepec, dentro del Estado de México.
El responsable es Francisco Perezcalva, quien como Javier y Bonfilio trabaja con leche de su propio rebaño, esta vez de ovejas east fressian. Consigo dos piezas con distintos tiempos de curación que por un lado me recuerdan a las elaboraciones de Idiazábal y Etxalar, entre Guipuzcoa y Navarra, y por otro a los quesos castellanos. Otras preparaciones que merecen atención son las de Nacho Cambambia en Coatepec (Veracruz). Son pequeñas formas de leche de cabra, también de su propio rebaño, bastante frescas —Pancho viejo, twinkie, tronco el Mauro y teponatzli—, una de ellas envuelta en ceniza, que no desmerecen y me empiezan a dibujar un panorama mucho más rico y variado de lo que había imaginado. Está claro que está pasando algo en el panorama de los quesos mexicanos y merece la pena seguirlo.