Autorretrato inédito de Rafael Sánchez Ferlosio
Realizada para un homenaje preparado en 1997 por la revista Archipiélago, esta entrevista ve la luz por primera vez. Incómodo con el resultado, el autor de Alfanhuí la retiró y, a cambio, escribió su texto más autobiográfico: La forja de un plumífero.
La entrevista tuvo lugar en el domicilio madrileño de Rafael Sánchez Ferlosio el jueves 19 de junio de 1997. El termómetro de la Puerta del Sol marcó ese día los 35 grados. En nuestro primer encuentro, el miércoles, Ferlosio me había preguntado: «¿Tú sueles comer al mediodía?», pero habiendo yo arriesgado una afirmación bastante endeble, se vio en el deber de añadir: «Es que la primera sesión deberíamos hacerla de doce a seis de la tarde, y aunque yo suelo despachar el almuerzo con unos potitos, tú, a tu edad…».
El jueves comenzamos puntualmente a las doce y no hubo interrupción para comer potitos. Dimos cuenta, eso sí, de cuatro flautas que yo había comprado en el Boccatta’s de la esquina, pero sin dejar de hablar ni un segundo. A las cuatro y media me derrumbé, pedí tregua y comprobé que había agotado las cintas. Ferlosio seguía tan fresco. Y es que a mi edad…
Toda entrevista es injustificable a menos que aporte alguna información de difícil acceso sobre un escritor notable aunque por alguna razón poco conocido. También puede ser aquel artículo que el entrevistado nunca escribiría, sea por pudor, sea por sentido de la responsabilidad, pero que desearía escribir o incluso desearía que cualquier otro escribiera. He tratado de reunir ambas justificaciones en una sola entrevista y en las páginas que siguen el lector encontrará las frases de Ferlosio que me han parecido más significativas acerca de estos cuatro asuntos: afinidades de orden intelectual, etapas de su obra literaria, reticencias sobre la ficción y uno de sus temas medulares al que llamaremos provisionalmente y en memoria de Walter Benjamin «círculos del destino y del carácter».
En el espacio razonablemente concedido por Archipiélago para la entrevista he resumido tres horas de conversación grabada, otras tantas apuntadas a mano y un cuaderno de notas personales que Ferlosio tuvo la generosidad de ofrecerme como ayuda de memoria para la redacción final. Ni que decir tiene que esa palabra, «generosidad«, es la que mejor define a un escritor cuya habilidad artística solo es comparable con el coraje moral que la vivifica. Es cierto que la literatura brilla por sí misma y toda apoyatura moral le es enemiga, pero si la energía que hace brillar la prosa literaria fluye de un espíritu bueno y no de un alma tullida, entonces a la admiración se le añade la simpatía y con ello se alcanza la excelencia. Me gustaría haber contribuido al retrato de un hombre excelente.
Afinidades
«Vamos a zanjar de una vez por todas este vidrioso asunto para no volver a escarbar en él nunca jamás. Me pago de ser muy poco cotilla, tanto respecto de los demás como de mí mismo, ni siquiera con el diario de un escritor tan incomparable como Kafka he podido hacer otra cosa más que zapping.
De mi infancia recuerdo con agrado la vida en Italia y cómo nos deslizábamos por la pinaza de la Villa Aldobrandini (Anzio). Desde la adolescencia fui el predilecto de mi padre, quizás por nuestra afinidad hacia las letras. Un día, cuando yo tendría sobre los 18 años irrumpió en mi cuarto y me espetó: ‘Rafael, ¿tú crees que se puede escribir gémula iridiscente? ¡Gémula iridiscente!’. Era de Ortega. Compartíamos un odio por “la bella prosa” que no me libró, como veremos, de caer en ella.
Hacia 1946 entré a formar parte del grupo de amigos de mi hermano Miguel, pero rompí con ellos el día en que decidieron asaltar una iglesia protestante. A mí me parecía una barbaridad. Así que pasé luego dos años solo, hasta que constituí una fratría con Aldecoa y el grupo Arte Nuevo, que eran Alfonso Sastre, José María de Quinto, Medardo Fraile, algo más tarde Fernández Santos… En la pensión de Aldecoa, hacia 1951, comencé a leerles lo que llevaba escrito de Alfanhuí. Siendo casi todos hombres de teatro, tenían una admiración grande por Jardiel Poncela y empezaron a sentarse con él, pero a mí me parecía el ser más odioso, arbitrario y estúpido que se pueda imaginar, de modo que también me retiré bastante de ellos.
Juan Benet tenía alguna relación con ese grupo a través de José María Valverde, que fue quien trajo a Gambrinus a Víctor Sánchez de Zavala. Entre todos pusieron en marcha lo que llamaban ‘la Universidad libre de Gambrinus’, a cuya tertulia yo acudía de vez en cuando. También leía mis horribles poemas a Valverde. Mi padre no le apreciaba. Decía: ‘Estos que quieren hacer discipulitos’.
En 1953 me casé y comencé a redactar El Jarama. Yo era un autodidacta, sin influencia de personas, aunque mucha gente ha tenido más autoridad sobre mí de la que ellos suponían. Por ejemplo, tenía una enorme autoridad Sánchez de Zavala. Era un hombre muy inteligente pero le cogí rencor porque cuando me sumergí en el universo de la gramática y empezamos a reunirnos para hablar juntos de cuestiones de lenguaje con Carlos Peregrín Otero, Carlos Piera, Isabel Llácer y otros más (él lo llamaba ‘el círculo lingüístico de Madrid’) le dijo un día a Carmen Martín Gaite, en medio de la calle, que estaba estudiando con Piera, Llácer y otros, pero sin citarme a mí: ‘Es que no se puede trabajar con aficionados’. Me había excluido.
Así que seguí trabajando por mi cuenta y me hundí en las anfetaminas y la gramática durante quince años. No quería ver a nadie. Por aquellos años venía a visitarnos casi cada día un escritor, que se aburría soberanamente, pero yo apagaba la luz de mi cuarto y Carmen Martín Gaite le decía que estaba durmiendo y que no podía despertarme. Allí esperaba, a oscuras, a veces horas, hasta que se iba, para poder seguir con lo mío. Llegue a estar seis días y seis noches sin parar. Me tragaba un tubo entero de Centramina o de Simpatina, que eran muy malas.
Con las anfetaminas, lo normal era trabajar intensamente sobre los cuatro días, luego dormía un día entero con una maravillosa bajada de tensión. Y después cogía a mi niña y me pasaba tres días con ella. Íbamos a ver cuadros; le gustaba mucho El Bosco porque, como ella decía, ‘tiene mucho’; y La laguna estigia de Patinir. Éste que cuelga de la pared [El triunfo de la muerte de Brueghel el Viejo] era su favorito. Yo no quería enseñárselo, por esa tontería de los padres de evitar a nuestros hijos pequeños la visión de la muerte, y me la llevaba hacia El carro del heno, que está al lado, pero me cazó. Era muy difícil de engañar. Se convirtió en su cuadro favorito.
Al cabo de tres días me encerraba otra vez. Primero tomaba dos Centraminas para ponerme en marcha, luego cuatro; el segundo, tercer y cuarto día eran los mejores y en los dos últimos venía el descenso. Me quedaba despierto sin necesidad de tomar pastillas; la excitación cerebral era de tal categoría… Luego caía tumbado. Fueron quince años, del 57 al 72, de máxima intensidad gramatical; nunca lo he pasado mejor. Siempre he escrito o leído a la luz de la bombilla, así que fueron cinco mil noches, más o menos, las que dediqué a la gramática y a las anfetaminas.
En 1970 me fui a vivir a la calle Prieto Ureña, en donde sucumbí al desorden y la animalización, casi a la destrucción. Volví al mono. La anfetamina (ahora usaba la extraordinaria Dexedrina Spansuls) es (al menos imaginariamente) muy industriosa. Me aficioné a las herramientas y a los pegamentos (fue la gran temporada de los epoxi); dibujaba muebles, como el vargueño rampante del que desarrollé muchos modelos, que luego era incapaz de construir. Todo el piso estaba cubierto de basura menos un caminito que llevaba al armario de herramientas. Yo hacía manualidades, jugaba con tornillos, con pegamentos, hacía manufacturas con tubos de plástico y diversas carpinterías inútiles… Cuando me sacaron de allí había sacos enteros llenos de tubitos de plástico. A veces perdía la conciencia, gateaba a cuatro patas y gruñendo, y no entendía ni siquiera los tornillos, no sabía lo que eran. Me dio por usar un soldador y me quemé el brazo izquierdo; eran quinientos o seiscientos grados. Llegué al extremo de la degradación. Tenía lo que denominé ‘alucinaciones olfativas’. De modo que la química me encerró entre dos frentes [el de la anfetamina y el de los epoxi] y me tuvo sitiado casi un par de años hasta que me salvó el dueño de la casa, que me dio 400 mil pesetas para recobrar el piso.
La caligrafía empezó a disparárseme hasta descomponerse, en ocasiones, casi por completo. Ya verás. [Me enseña unos cuadernos con garabatos, rayas incomprensibles, borrones; en uno de ellos desentraña la palabra “número”, una línea que cae hasta ocupar toda la página]. Ahora he recobrado la caligrafía. Yo creo que la caligrafía salva del alzhéimer. La caligrafía, ahora la tengo muy bien.
En aquellos años setenta y sin dejar del todo la gramática, comencé a leer mucha historia, nunca separada de la sociología. Había empezado a escribir la crónica de las guerras barcialeas a finales de 1969 como un entretenimiento, pero luego el Barcial fue creciendo mucho. Solo se conoce El testamento de Yarfoz, pero hay como cien veces más; no sé si podré editarlo nunca porque tendría que trabajar muchísimo para sacar de todo aquello algo en limpio. También escribí las notas para el Víctor de L’Aveyron, y luego preparé las dos primeras Semanas del jardín. La semana tercera está empezada y trata sobre “las figuras”. Tampoco he tenido luego ánimos para desarrollarla y disponerla para la edición.
En 1980 me mudé a la Glorieta de Bilbao. Allí preparé la edición de Yarfoz, con mucho esfuerzo porque a mí me interesaba por encima de todo dar la historia de los babuinos mendicantes, lo que me obligó a redactar muchas partes nuevas. También escribí algunos libelos de los que han aparecido El ejército nacional, Mientras no cambien los dioses, y quizás algún otro. Las celebraciones del descubrimiento de América me obligaron a redactar Esas Yndias equivocadas y malditas. ¿Lo has leído? ¡Pero si es insoportable…!
Ya aquí, en la calle Agustín de Rojas, he ido escribiendo y pasando a limpio las últimas cosas, las colecciones de ensayo que ha editado Destino, los artículos de EL PAÍS y la revista Claves, y ya tengo listo para publicar El castellano y la constitución y un nuevo volumen de ensayos donde va el artículo sobre la belleza, la diatriba contra el deporte, cosas sobre el liberalismo y la economía… En fin, todo eso.
Etapas literarias
«Primero incurrí en “la bella prosa”, después quise divertirme con el habla y finalmente, tras todos los años de gramática y anfetamina, me encontré con la lengua.
En Alfanhuí hice lo que después más he odiado; algo que estaba entre Azorín y Miró (hay un ejemplo demoledor en el capítulo XV de la primera parte). Escribía un capítulo cada noche, muy de prisa, y está lleno de monerías como aquella ‘gémula iridiscente’ de Ortega. En cuanto a El Jarama, lo primero que hay que decir es de qué manera se escribió.
Durante mi servicio militar tuve conmilitones de todas las regiones españolas, la gran mayoría obreros. Allí, primero en Bab Tazza, luego en Tetuán y al final en la Mehalla de Xauen, me familiaricé con el habla popular. Yo ya conocía las formas rurales extremeñas, pero no las del resto de la antigua Corona de Castilla, desde Asturias hasta Almería. Solo los catalanes, que eran doce, hablaban en su lengua; tenían un portavoz para las relaciones exteriores, un chico llamado Caparrós, tal vez dependiente de comercio.
Yo apuntaba sistemáticamente los giros, las construcciones, las palabras que me llamaban la atención, y acumulaba en una lista largas filas de “modismos” y retorsiones sintácticas. Sobre tal urdimbre se tejió El Jarama. Si volviese sobre esa novela, podría señalar qué conversaciones fueron inventadas sin más motivo que el de abrirle sitio a tal o cual ítem de mi lista, porque las conversaciones de la novela iban hacia ese determinado giro. Era el habla lo que construía a los personajes, unos más rurales, otros más urbanos, todos construidos por su habla.
Es un procedimiento que a lo mejor puede recordar al de Lope cuando escribe una comedia para ilustrar una copla popular, pero no tiene nada que ver. La coplilla de El caballero de Olmedo, por ejemplo, vale más que todo el texto de Lope. Como dijo un italiano, oggi sarebe stato un cinematografaro (así lo dicen los de Roma, cinematografaro), ‘hoy habría sido director de cine’. Era un bellaco. Un monopolista que impedía el ascenso de los nóveles. En Fuenteovejuna violan a todas las mujeres menos a la heroína. Recuerdo que eso le indignaba a Buero Vallejo, y con razón. Ahora hay un anuncio en la tele donde se ve a una pareja en la cama disfrutando del pecado, pero luego entran unos niños y resulta que se trataba de un matrimonio y estaban disfrutando de la virtud. Eso es lo que hace Lope en Fuenteovejuna, tranquilizar a las buenas conciencias; el pecado a un lado y la virtud al otro.
Después de las guerras barcialeas ya no he escrito más novelas, y me alegro, porque de haberlas escrito me habría supeditado a lo que socialmente se espera de cada uno de nosotros (por eso de que ‘hay que ser algo en este mundo), y a mí me repugnaba el grotesco papelón de literato. Así que cuando cayó en mis manos la Teoría del lenguaje de Karl Bühler me sumergí en lo que la Iglesia católica denomina “un retiro para dedicarse a altos estudios eclesiásticos”. Lo dicen de aquellos sacerdotes molestos o insumisos a los que retiran una temporada de la circulación. Bien podría decirse que yo estoy metido en “altos estudios eclesiásticos” desde entonces.
Para escribir ficción se te ha de ocurrir algo muy especial y yo tengo otros asuntos en que pensar. Me absorben más estas cosas: una carta a mi primo, un artículo sobre Bousoño, lo de la belleza, una crítica a Adorno (este hombre no entendió nunca lo que es la pureza), el peso de la historia… Pero en los ensayos y artículos, aunque hay poca ficción, sigue habiendo literatura, como en la historia del autómata de feria que aparece en Si la flecha está en el arco. Literatura siempre hay, creo yo.
Hace poco, sin embargo, escribí algo de ficción, pero no acaba de… Es débil. Me da un poco de vergüenza, soy una persona inculta. Ya verás… [Empieza a sacar carpetas y cuadernos de las estanterías. Hay cientos de carpetas, cientos de cuadernos. Me los muestra por fuera y luego por dentro. Por fuera, una etiqueta informa sobre la fecha de redacción y sobre el contenido. Por dentro, miles de folios escritos a máquina, miles de páginas escritas con una letra clara y precisa, dan idea de un trabajo colosal, quizás poco sistemático, pero ordenado. ¿Cuántos libros interrumpidos, incompletos, pendientes de revisión o —lo más probable— terminados aunque no a la completa satisfacción de su dueño, habrá en esta casa? ¿Doscientos?].
Reticencias
«Tengo muchas objeciones que hacer a las novelas tal y como se escriben hoy día, pero sobre todo a la ficción tal y como se concibe ahora. Voy a poner un ejemplo: los ingleses hicieron aquella película horrible sobre Lord Jim, de Conrad, con ese gestero, Peter O’Toole, en donde confundían por completo la idea principal de la novela. Lo esencial del relato es cómo, poco a poco, se aleja la información que sobre Lord Jim van recibiendo los británicos: Hong Kong, Shangay, Borneo… así hasta esfumarse en lo desconocido. Las noticias son siempre objetivas y externas, nunca entramos en la intimidad de Lord Jim. Pero los ingleses de la película psicologizan el honor y lo presentan como si Jim quisiera ‘recobrar el respeto de sí mismo’, demostrarse a sí mismo que no es un cobarde. Eso es aborrecible. El honor no es algo interno, sino externo, referido a los otros hombres. El honor es una relación de lealtad con el prójimo, no es ‘fallarse a sí mismo’ sino ‘fallar a los demás’. Lo que Lord Jim no puede soportar es haberles fallado a los musulmanes, ¡no a sí mismo! Su pecado es objetivo, no subjetivo. La recepción de su peripecia ha de ser igualmente objetiva.
Este atropello, cometido contra una novela extraordinaria, es una actitud cada vez más extendida, es decir, la substitución de virtudes objetivas por elementos psicológicos e individuales que “explican” la acción. Por eso no leo novelas actuales, las pocas veces que lo hago me encuentro cada vez con mayor frecuencia estos abusos de la psicología.
No tengo nada contra la novela psicológica, pero es muy difícil no caer en excesos. Le sucede incluso a Dostoievski. En Crimen y castigo, por ejemplo, hay una escena que describe hasta seis sentimientos encontrados de Raskólnikov. Está solo, en su cuarto, ¡y se debate entre seis pasiones simultáneas! Sin embargo, ¿alguien sabe lo que es una ‘turbación psicológica’? Eso es un invento arbitrario, nadie puede saber cómo se define lingüísticamente un sentimiento, es un campo por completo confuso. Las conversaciones con el comisario, en cambio, son magníficas; allí los personajes se definen hacia fuera, con el habla, y eso es lo importante en una narración: exponer cómo quiere aparecer cada personaje ante los otros.
En un diario, o en una novela epistolar, es más fácil verbalizar el estado íntimo. Choderlos de Lacios, por ejemplo, transcribe en Les Liaisons dangereuses autorrepresentaciones escritas por los mismos personajes, y de ese modo escapa al psicologismo. Cada personaje aparece tal y como quiere que le vean los restantes personajes. Que el autor quiera penetrar con su palabra en algo que es esencialmente confuso e inefable como son los sentimientos, etc., eso me pone muy nervioso y acabo cerrando el libro. El único ‘realismo’ posible es la autorrepresentación. El personaje ha de manifestarse por sí mismo.
Sucede que ahora hay cada vez más novelistas que inventan primero el esquema caracteriológico de los personajes, y luego lo aplican como si fuera un molde. Moravia, por ejemplo, en El inconformista, describe a un niño que martiriza con una vara primero a unas plantas, luego a un gato, y por fin a un niño. Esta gradación psicológica es un artificio insoportable. Cuando en mi camino hacia la lengua me encontré con Yarfoz procuré que todos los personajes se explicaran desde el exterior, y por un igual. Nunca he podido soportar a los escritores que no guardan idéntico respeto a todos los personajes. Hay una gran diferencia entre reírse con el personaje y reírse de un personaje.
Las novelas están regidas por un conjunto de convenciones al que he denominado ‘el derecho narrativo’. Si no respetas esas convenciones, el lector te abandona. Por ejemplo, el desafío entre Saladino y Ricardo Corazón de León. El príncipe inglés toma un mandoble y usándolo como si fuera un hacha parte un tremendo tronco. Pero Saladino coge su cimitarra, lanza al aire un cendal de seda o un cojín de plumas (según las versiones del cuento) y cae el cendal partido en dos, o el cojín sin que vuele una sola pluma. Si antepones la acción de Saladino a la de Ricardo, entonces el cuento es absurdo, idiota, porque el sentido es: ‘la fuerza sutil es superior a la fuerza bruta’. Estas convenciones son constantes e inexorables. Desde el comienzo de la narración sabes quién no puede absolutamente morir, o solo puede morir al final, y quién puede sobrevivir. La narración es una sucesión de acontecimientos regidos por derecho, pero ese ‘derecho narrativo’ se respeta cada vez menos, quizás por influencia del cine y de la televisión.
Hace dos veranos leí varias novelas españolas, cosa que evito rigurosamente. Una no pude leerla porque la tipografía me pareció incomprensible, comenzaba con las primeras líneas del párrafo sangradas sin necesidad evidente. La segunda era entretenida pero de pronto aparecía un deux ex machina… Y la tercera también se estropea al final, aunque debo decir que las descripciones del paisaje andaluz me parecieron muy buenas; clásicas, sin aporte de novedad, pero muy vívidas. Luego ya no he leído más.
Eso en cuanto a los personajes, pero en cuanto a la prosa, a mí me complacen mucho las posibilidades hipotácticas del castellano escrito. Esa complejidad hipotáctica se desarrolla, creo yo, a partir del lenguaje administrativo, como he comprobado recientemente en las crónicas del canciller López de Ayala a quien tenía por paratáctico y resulta que es hipotáctico. Yo me lancé a las diversiones de la frase poliarticulada y de muy largo aliento a partir de Las semanas del jardín y como consecuencia de mi encuentro con la lengua. Alguna frase llegó a costarme una jornada entera.
La hipotaxis es muy viciosa pero puede conducir a naufragios catastróficos; yo mismo tengo un naufragio glorioso en Esas Yndias equivocadas… Este es el ‘gran camino de la lengua, frente a la ‘pequeña tranquilidad de la bella prosa’. La hipotaxis es un galeón con todas las velas desplegadas, capaz de aprovechar hasta el más mínimo suspiro de viento; la parataxis es una pequeña embarcación de cabotaje para trayectos cortos. No encuentro novelas que escapen de la ‘bella prosa’ o de aplicaciones vulgares de la parataxis. Las novelas exigen mucho esfuerzo, mucho trabajo y buenas ocurrencias. Por eso me resisto a escribir ficción. Pero, en cambio, he leído ocho o diez veces Josefina la cantante o La rendición de Utica, y no me canso de leerlas y volverlas a leer.
Carácter y destino
El primero que habla de ‘carácter y destino’ creo que es Schopenhauer. Luego Benjamin titula así su brevísimo ensayo, que es muy bueno. Mi primera vislumbre del asunto la tuve con mi hija, cuando contaba unos tres años de edad y la llevé a ver los títeres del Retiro. No hubo ninguna necesidad de que nadie la iniciara en aquel juego, ni de que nadie le explicara cuál era el personaje bueno o el malo, aunque nunca los había visto. Era tan evidente, que resultaba claro y fascinante incluso para una cría de tres años. Llamé desde entonces “personaje de existencia’ al que tiene un destino y ‘personaje de manifestación’ al personaje de carácter. Es una denominación provisional, muy endeble.
Nietzsche decía que quien tiene carácter vive una sola experiencia que siempre se repite, vive en un tiempo consuntivo. Charlot o Carpanta son personajes de carácter, ni nacen ni mueren, no cambian nunca, como los títeres de la comedia del arte, consumen su tiempo. En cambio, el personaje de existencia vive en un tiempo adquisitivo, un tiempo que conduce hacia un desenlace, es el personaje de avatar, de peripecia, de agonía, de destino.
Esta diferencia entre un tiempo consuntivo y un tiempo adquisitivo puede ampliarse a una multitud de actividades, como, por ejemplo, a los juegos y deportes. Si distinguimos los juegos y deportes en agónicos y anagónicos, o sea, entre aquellos en los que hay victoria final porque el agonista gana o pierde, y aquellos en los que no hay más que consumo (o disfrute) del tiempo, entonces los agónicos serían análogos al ‘personaje de existencia’ siempre luchando por llegar a su destino que es la victoria o el fracaso, y los anagónicos al ‘personaje de carácter’, el cual no se sacrifica por ninguna finalidad sino que consume su tiempo. Entre ambos hay esa diferencia que Hegel llamó ‘diferencia entre la felicidad y la satisfacción’. Los juegos anagónicos proporcionan felicidad, los agónicos satisfacción. El tiempo adquisitivo del agónico está entre un ‘todavía no’ y un ‘¡ya!’; el tiempo consuntivo, en cambio, está entre un ‘¡todavía!’ y un ‘ya no’.
En los juegos anagónicos se experimentan liberaciones de leyes muy generales, como la de la gravedad cuando los niños se deslizan por una barandilla, por una rampa con un carrito, o sobre las agujas de pino, y los jugadores los disfrutan en cada momento y no solo en el momento de la victoria. Esta clasificación me obliga a incluir entre los deportes ‘buenos’ algunos que me son antipáticos por su carácter social distinguido, como es el esquí o el bob-sleigh, o esos que se tiran en paracaídas o desde un puente. Pero me veo en la obligación de reconocer que incluso los ricos disfrutan de los juegos como si fueran pobres.
Estos juegos son anómicos, no tienen reglas, no exigen esfuerzo, tan solo hay que poner un poco de destreza y se disfrutan en cada momento. Los juegos agónicos, por el contrario, exigen esfuerzo, proporcionan un simulacro de dominio y su disfrute solo aparece al final en forma de victoria, como destino fatal o como ‘triunfo de la técnica’. Durante todo el juego se sacrifica el cuerpo y se le hace sufrir con el fin de alcanzar un final victorioso, un orgasmo. Los juegos agónicos obedecen leyes muy estrictas y suele haber árbitros que juzgan quién se las ha saltado y quién las obedece.
Solo hay, que yo sepa, un juego no agónico y sin embargo sujeto a reglas, que es la danza. Se trata sin la menor duda de una actividad en tiempo consuntivo, sin finalidad, sin victoria ni derrota, que se disfruta de instante en instante. Pero, sorprendentemente, está sujeta a reglas. Para explicar la danza tengo que acudir a las ‘figuras’, que están en esa tercera semana del jardín que no sé si podré publicar nunca. También el toreo es una actividad tan singular… Pero de momento escribo sobre el deporte (o quizás contra el deporte), modelo del esfuerzo agónico y del sacrificio corporal.
Yo no sé cuando comenzó en el cristianismo ese gusto por el esfuerzo, por el sacrificio, ese odio al cuerpo. Desde luego no es de origen judío, un pueblo muy inclinado al goce sensual y alejado de toda idea de dominio del cuerpo. Sin duda el odio al cuerpo penetró en el cristianismo a través de la cultura helénica, y seguramente un puente fundamental fue Filón de Alejandría, un judío contemporáneo de Paulo de Tarso y tan helenizado que habría incluso perdido el uso del hebreo. Pertenecía a lo que José Montserrat en su excelente estudio denomina ‘la sinagoga cristiana’, cuando los cristianos eran todavía una secta judía, en el siglo II. Antes de la destrucción del templo, un 10% de la población romana era judía y en el Trastevere llegó a haber hasta siete sinagogas.
La obsesión por el dominio de las pasiones y el desprecio del cuerpo arranca de Platón y quizás a través de los judíos helenizados llegara al cristianismo romano y se fundiera con la corriente estoica que era la más potente. Este Filón utiliza constantemente la metáfora deportiva como modelo del robustecimiento del alma. Ahí aparece ya el sacrificio tal y como se concibe en el deporte actual: el santo es un ‘atleta del alma’. Naturalmente, ésta es también la fuente de una concepción del trabajo como forma de ‘ennoblecimiento’, del esfuerzo como ‘superación de sí mismo’ y todo lo que constituye el actual catecismo social.
Nuestra sociedad está ahora espantosamente obsesionada con los juegos agónicos como el fútbol y con los personajes de experiencia y destino que son los que la prensa llama ‘triunfadores’, atletas victoriosos de su destino, al que llegan tras ‘grandes sacrificios’.
No tengo mucha simpatía por esos sacrificios. Recuerdo que cuando yo era niño, en Anzio, resbalábamos con un cartón debajo del culo por la pinaza de una villa que había comprado mi abuelo con un pinar maravilloso… Aquello siempre era igual, no se acababa nunca, nunca te cansabas… ¿No? No había nada que ganar, ni nada que perder».
La entrevista forma parte del volumen ‘Diálogos con Ferlosio’ que, en edición de José Lázaro, la editorial Triacastela publica el próximo 20 de noviembre.
ACOTACIONES DE FERLOSIO A LA ENTREVISTA DE AZÚA REALIZADAS EN SU CARTA A LA REVISTA ‘ARCHIPIÉLAGO’
1. [No se puede reducir] una referencia muy específica sobre una disparatada interpretación de Adorno de la noción de «pureza» de las ciencias a la afirmación, puesta en mi boca, de «ese hombre no ha entendido nunca lo que es la pureza».
2. [No se puede transformar] mi opinión sobre el «derecho narrativo», que en Las semanas del jardín es meramente planteado como un dato de hecho, en una preceptiva literaria que yo apruebe y defienda, atribuyéndome, incluso, la afirmación de que el cine ya no lo respeta, siendo así que la industria cultural de Hollywood ha significado justamente el máximo triunfo imaginable de las convenciones del «derecho narrativo» y la catástrofe más destructiva para la narración, imponiendo de tal modo el esquema convencional, que todo está tan invariablemente predeterminado que en los primeros 5 o 10 minutos es difícil que no se prevea con bastante aproximación el destino prefigurado para los distintos personajes. Es el «derecho narrativo» exigido por el público, como un derecho contractual adquirido con el precio de la entrada, lo que permite tales adivinaciones. Incluso hay actores especializados en un destino fijo: por ejemplo, Borgnine casi siempre se sabe que va a ser «el que se va a morir».