La última vez que vio a su esposo estaba tan triste que ni siquiera intercambiaron un beso de despedida. Después de 13 años y tres hijos juntos, lo suyo se redujo a un leve golpe en el hombro y una bendición al aire antes de que enfilara la calle arrastrando los pies por la tierra. Solo unas horas antes, José Hernández, de 31 años, había escuchado en la televisión que una extraña caravana de migrantes pasaría cerca de su casa. Iban juntos, seguros y hacia Estados Unidos, a 2.500 metros de su casa en San Pedro Sula. En cuestión de minutos decidió sumarse a ella.
King Kong, como le llaman por su corpulencia, agarró dos camisetas, un pantalón y un calzón color café. Lo mejor de vivir en un país donde hasta el suelo arde por el calor, es que todo el equipaje cabe en una mochila escolar en la que el día anterior estaban los lápices de colores y los libros de primaria de uno de sus hijos. Antes de partir, tuvo su último arranque de coquetería y guardó un frasco de perfume de imitación de Armani.
La siguiente vez que Maribel Cantarero, de 30 años, volvió a verlo fue cuatro días después, en el noticiero de máxima audiencia del país. Cuando la cámara de UNO TV recorrió la masa de desarrapados y se detuvo frente a su marido, él solo dijo: “Un saludo para la familia y para la gente de mi colonia”. El inocente mensaje de alguien que no carga un teléfono, lleva días caminando y salió del país con 500 lempiras (20 dólares) en el bolsillo, ha sido el único alivio que ha entrado desde entonces a esta casa de cemento y láminas a las afueras de San Pedro Sula.
Manuel Beras, de 36 años, llegó de trabajar y se tumbó a descansar y escuchar la radio en su casa de El Negrito, en el departamento de Yoro, a dos horas en coche de San Pedro Sula. Después cenó lo que había: arroz, frijoles y una taza de café. En el boletín de las siete de la tarde, escuchó que al día siguiente un grupo de migrantes se concentraría en la estación de autobuses de San Pedro Sula para emprender el camino. Se levantó entonces de la hamaca y dijo: “Me voy”.
Acto seguido, se dirigió a la obra donde estaba trabajando como albañil y pidió lo que le debían. De regreso a casa durmió unas horas y a las 3.30 de la madrugada se despidió de sus hijos, su mujer le hizo la señal de la cruz cerca de la frente y abandonó el lugar. Con 1.500 lempiras, unos 60 dólares, en el bolsillo.
Cuando llegó a la terminal de autobuses de San Pedro Sula, unos policías le dijeron que la caravana ya había partido, que estaban a unos tres kilómetros. Todavía podía alcanzarlos. Se subió a un taxi que se fue a toda prisa. Al ir a pagar, le dijo: “¡Déjalo, déjalo!, yo también fui migrante, guarda tu dinero”.
“Nunca me imaginé estar aquí”, confiesa días después mientras camina a Mapastepec (México), a unos 130 kilómetros de la frontera con Guatemala. Lleva un pantalón negro, una camisa jean que le regalaron en el camino, una gorra negra y una toalla rosa amarrada al cuello para limpiarse el sudor. Las arrugas acentúan las facciones de su cara y habla casi a susurros, con la voz en extremo sigilo.
— Ha sido una aventura…
— Ha sido una locura, sí.
Beras y Hernández se conocieron en Tecún Umán, todavía en territorio guatemalteco. Han formado un grupo de siete hombres. Algunos son de Yoro, otros de Santa Bárbara o de San Pedro Sula. Todos viajan solos, todos dejaron hijos y esposas en Honduras. “Somos amigos del camino, nos vamos echando la mano, nos protegemos”, explica Beras. “Cada uno pide dinero en la calle y al final juntamos lo que conseguimos; si uno come, come el otro”, resume su compañero, que viste una sencilla camiseta negra y unos pantalones cortos.
El destino los encontró a las puertas de México. Y esas puertas estaban cerradas. Miles de hondureños se plantaron frente a un cerco policial que no podía controlarlos. Después vino el portazo a la aduana guatemalteca. La euforia. El “¡sí se pudo!”. El momento en que los policías mexicanos lanzaron gas pimienta para reprimir a un mar de gente. Pasar la noche en el puente fronterizo Rodolfo Robles y armar un campo de refugiados encima del río Suchiate, entre Tecún Umán y Ciudad Hidalgo, entre Guatemala y México. Era viernes 19 de octubre y ya se les había terminado el pisto, el dinero.
“Está muy difícil, ya vámonos de regreso, compa”, le decía a Beras un amigo del mismo barrio que había encontrado en la caravana. “Cuando llegamos a los buses que estaban regresando a Honduras, mi amigo se subió, pero yo no pude porque mi nombre no estaba en la lista, así que me animé a seguir, yo creo que fue obra de Dios”, explica como si fuera un recuerdo lejano. Han pasado apenas cuatro días. A esas horas Donald Trump ya había enviado su enésimo tuit llamando a migrantes como José y Manuel pandilleros y delincuentes.
“¡Mujeres y niños en las cámaras [balsas hinchables]! ¡Los hombres por el cordón! ¡Los hombres que no sepan nadar esperen otra balsa!”, gritaban los hombres, que organizaban el cruce por el Suchiate. “Nunca voy a olvidar lo que pasó en ese puente, todos nos dispersamos, solo algunos nos volvimos a encontrar más tarde, gracias a Dios pudimos cruzar en las balsas”, recuerda Hernández, meditabundo. “¿Lo más difícil? Los niños, hay muchos que han sufrido”. Al caer aquella noche de sábado, ambos durmieron en Ciudad Hidalgo, del lado mexicano.
Todo estaba oscuro. Todos estaban juntos. Eran casi las seis de la mañana del domingo y más de 7.000 migrantes marchaban hacia Tapachula, unos 30 kilómetros dentro de territorio mexicano. “Tengo calentura desde hace dos días y me duele todo el cuerpo, pero no quiero darme por vencido”. Beras, pálido, arrastra los pies y las palabras para mantener el paso de la caravana. Han pasado tres horas desde el inicio de una nueva caminata, pero el sol ya cae a plomo. Unos metros más atrás, Hernández camina con el ceño fruncido, sin quitar la vista del objetivo. Son muy pocos los que traen agua y menos los que cargan comida.
“Mirá, huyó porque estaba harto de no tener trabajo, de no tener nada que ofrecer a los cipotes [niños] y de pagar extorsiones a las pandillas”, resume Maribel Cantarero, la esposa de Hernández sobre un sillón del que asoma la espuma y los muelles. Abre el “refri” para demostrarlo: solo hay tres botellas de agua, un limón seco, un jarabe y una bolsa de plástico con algo que parecen tortillas secas de maíz en su interior.
“Huyó”. Casi sin percatarse, la mujer ha incorporado en la frase el verbo más habitual entre los migrantes que conforman la caravana. Como su esposo, miles de hondureños ya no se marchan, huyen: “Si vuelven lo matan. Ellos ya saben que se fue y lo único que piden es que pague”.
La historia de este matrimonio con tres hijos es la de Honduras de los últimos años. Hasta 2016, este era el único país del mundo con dos ciudades, San Pedro Sula y Tegucigalpa, en el ranking de las cinco más peligrosas del mundo, con 112 y 85 muertos cada 100.000 habitantes, respectivamente. España tiene menos de uno.
Hasta hace cuatro años el matrimonio vivía en Chamalecón, un miserable y bullicioso barrio de San Pedro Sula, donde tenían un modesto negocio de compraventa de gas. Tan modesto que cabe en una moto. La vieja HJ de fabricación china de la que cuelgan hasta cuatro cilindros y con la que ambos recorrían la polvorienta colonia llevando el gas a los vecinos.
Enseguida, la 18, la pandilla que controla la zona, le exigió 500 lempiras para brindarle protección. ¿Protección de quién?. ”De nosotros”, le respondieron. El negocio no daba para grandes lujos pero les iba bien y compraron una televisión y un aparato de aire acondicionado. Al percibirlo, la mara le subió el pago del “impuesto de guerra” , como se conoce la extorsión, a 700 lempiras; luego, a 800 y finalmente, a 1.000. Cansados de pagar un día metieron todas sus cosas en un taxi y se mudaron de colonia, al extremo opuesto de San Pedro Sula, donde volvieron a empezar. Pero desde hace un año se repite el cuento. Esta vez, sin embargo, la extorsión los ha empujado a la pobreza, esta al miedo y de ahí al exilio.
Maribel vende cinco tanques de gas por los que obtienen unas 2.500 lempiras mensuales. De agua paga 100, de luz 200 y de gas unas 300 lempiras mensuales. Paga además 1.000 lempiras más a las pandillas y otros 1.000 de alquiler de la casa. “Ellos (la pandilla) se van a poner bravos porque ya saben que se fue y que seguramente yo no voy a poder pagar la cuota”, explica resignada. Para comer no llega, así que vive de fiado y de ir pagando “de a poquito”, reconoce.
En la caminata, tras 10 días de travesía, Hernández se acuerda de las extorsiones que le obligaron a mover su negocio. De la mudanza forzada, de la familia. A Beras le viene el recuerdo de su hermano Chabelo a la cabeza. “Lo mataron hace cuatro años, él tenía un negocio en Santa Bárbara e iba mucho a San Pedro a comprar mercadería y le quitaron la vida en un restaurante donde estaba cenando”. Isabel Beras traía un arma, pero no pudo defenderse. Un silencio largo.
Calor fulminante durante el día. Lluvias, a veces torrenciales, por la noche. “Nunca te acostumbras”, afirma Hernández, tumbado en el suelo, rendido por la fatiga. Se guarecen en un rincón de la plaza principal de Huixtla, la localidad donde pernoctarán, debajo de lonas de plástico amarradas a árboles y postes de luz. El agua se cuela y el campamento empieza a inundarse. Hay que moverse. Es una noche de tormenta y de luto, por el compañero que ha muerto aquel lunes, después de caerse de un camión que transportaba a los migrantes para hacerles menos severo el recorrido. “Prendimos velas y un pastor nos dio ánimos toda la noche, fue muy bonito”, cuenta Beras. Él es católico, Hernández evangélico. A estas alturas, esas diferencias no importan. Ambos son parte de un rebaño en busca de una tierra prometida que no distingue culto.
“Los bendigo en el nombre de Jesús, los queremos mucho hermanos”, susurra el predicador, con el micrófono en la mano izquierda, mientras estrecha la mano derecha de los migrantes que se acercan al templete. Son las cuatro de la mañana. Miles de personas desbocan las calles del centro de Huixtla. El grupo empaca sin prisa. Hay muchas lecciones aprendidas. Una de las más importantes es que es mejor dormir por la tarde, para ganar terreno al sol.
“Estos países son prestados, no son los nuestros, venimos de paso, pues”, explica Beras en el camino, mientras se limpia el sudor con su toalla. Se arremolina alrededor de una camioneta que reparte botellas de agua, mientras decenas de manos se abalanzan desesperadas. Hay que aguantar empujones, ser pacientes y no quemar muchas energías.
Poco más adelante, la luz de las sirenas de las patrullas aparcadas deslumbran a Hernández, hace fresco, como si las nubes empezaran a ras de piso, en el monte, entre los maizales. King Kong se adelanta, tuvo un poco de gripa, pero ya está sano. Beras sufre en silencio por las ampollas, sus pies están deshechos. Atrás quedan grupos de menores de edad que viajan solos y juguetean en el camino, adultos mayores de andar calmo y carriolas [carritos] de familias que surcan las accidentadas carreteras chiapanecas. Hay baches y zanjas enormes.
Entre anécdotas y pláticas, Beras también recuerda a Juan, un amigo que trabajaba con él en la construcción y que se gana la vida como albañil desde hace dos años en Michigan, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá. “Manuel, ¿cuándo te vas a agarrar los huevos y te vas a venir para acá? En Honduras no hay cómo salir adelante”, le insistía hace ocho meses su amigo. Juan, sin embargo, tuvo que pagar un precio alto. “El grupo criminal que lo ayudó a cruzar la frontera con Estados Unidos le puso una mochila al hombro llena de drogas, esa era parte de la paga por el cruce”, asegura Beras. Si la mercancía no llegaba, él tampoco.
“Los coyotes te piden hasta 8.000 dólares para pasarte, por eso solo se fue mi esposa y yo quiero alcanzarla, ella está en Washington”, cuenta Manuel España, un campesino albino de 68 años. Muchos, de hecho, se han sumado a la caravana para no tener que pagar tanto a los traficantes y para estar protegidos. “Es más seguro así, sobre todo como mujer y viajando con niños pequeños”, resumía Elsa Morales, una madre soltera guatemalteca que se unió a la caravana con sus tres hijos.
Mientras recorren México a buen paso, la caravana ha soliviantado a cinco gobiernos, en especial a Donald Trump, que ha utilizado los migrantes para azuzar las elecciones internas en Estados Unidos. El inquilino de la Casa Blanca ha anunciado que desplegará a más de 5.000 militares en la frontera para impedir su paso.
Además, paralelamente hay dos mitos que rodean la caravana y a los migrantes que en ella viajan: “que nos invaden” y que el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, a través de su sucursal en Honduras -el depuesto expresidente Manuel Zelaya- es la mano que mueve los hilos de la pobreza. Sobre el primero, los datos demuestran que México apenas ha dado papeles a los refugiados de acuerdo a su tamaño. En el Líbano, primer país del mundo en número de refugiados, hay 170 por cada 1.000 habitantes; en Jordania, hay 91 y en Turquía, 44 refugiados por cada 1.000 habitantes. En México, aunque las solicitudes se han disparado en el último año, las cifras todavía son insignificantes y hay 0,0071 refugiados por cada 1.000 habitantes y ocupa el puesto 127 a nivel mundial, según ACNUR, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados. El segundo mito se responde con una sonrisa. La que esboza Maribel Cantarero cuando oye hablar de Maduro: “¿Usted cree que si recibiera un peso de Maduro, así andaría comiendo frijoles y arroz todos los días?”.
“Es un país de mierda, yo también me quiero ir, caminar, largarme y no mirar atrás”, maldice Edis Hernández, la mujer de Manuel Beras, en la cocina de leña. Mientras habla, los dos bebés, su hija de 19 años y otra de 15 zascandilean por la casa en busca de algo que hacer. La vivienda del matrimonio es el mejor resumen de la poderosa fertilidad de Honduras: la biológica y la forestal. En la vivienda con un terreno de 200 metros cuadrados conviven un hijo -Isaac, de dos años- de la misma edad que el nieto. Y, en el pequeño huerto de detrás es imposible caminar sin pisar restos de fruta porque han crecido de forma espontánea naranjos, caña de azúcar y árboles de aguacate y cacao. Un terreno tan arrollador, que se traga simultáneamente las lágrimas de Edis y la fruta de los árboles, sin que nadie las recoja.
Lejos de allí, Beras corre a toda prisa al ver que algunos coches se detienen unos 50 metros más delante de la caravana. Se sube a la caja blanca y se aferra al armazón de madera de un camión repartidor. Horas después explica que consiguió viajar en autostop dos veces y llegó hasta el parque central de Mapastepec. Todos los miembros del grupo viajaron a ritmos diferentes, pero se han vuelto a encontrar. Se han acercado para recibir sopa y un poco de arroz y frijoles de los voluntarios. Han vuelto a instalar las lonas de plástico. Han aguardado otra vez a que llegue la lluvia. Han dormido otra vez sobre el pavimento. Le han vuelto a poner piernas al éxodo centroamericano.
Cae la noche y la vista está puesta en Pijijiapan, la próxima parada, casi a 50 kilómetros por la costa de Chiapas. Un día después, Hernández está rendido. Una venda blanca le cubre el pie, porque resbaló y se dobló el dedo gordo mientras se limpiaba en el río Coapa. “Me duele un poco al apoyarlo, pero yo creo que voy a poder seguir”, dice resignado, con la misma ropa que hace dos días, engañando al hambre con un paquete de galletas. Faltan seis horas para la siguiente caminata, que sale a las tres de la mañana. La próxima parada es Arriaga, una ciudad clave para montarse a la Bestia, como se apoda a una red de ferrocarriles de carga que se abre paso a la frontera. La mayoría, sin embargo, opta por seguir a pie y a dedo hacia el Estado de Oaxaca. La caravana ha recorrido desde el pasado 13 de octubre más de 1.000 kilómetros, desde San Pedro Sula hasta Juchitán, en el Estado de Oaxaca. Si se confirma que viajará a Tijuana, aún le quedan otros 3.000 hasta Estados Unidos.
Se calcula que unos 9.300 refugiados centroamericanos cruzaron la frontera entre Guatemala y México entre 19 y el 22 de octubre, según Naciones Unidas. El grueso de las estimaciones, basadas en los números que se registraron por las autoridades municipales al cruzar a territorio mexicano, hablan de al menos 7.000 migrantes. En el terreno no existe un censo formal. Uno de cada cuatro miembros de la caravana son niñas, niños y adolescentes, según Save the Children. Unos 2.300 menores que viajan necesitan protección específica y acceso a servicios esenciales, alerta Unicef.
Desde que José Hernández atravesó la puerta oxidada de su casa en San Pedro Sula y se unió a la caravana, Maribel es la mujer más informada del mundo. No se separa de la televisión y nunca había consumido tantos informativos. Nunca pensó que la decisión de su esposo terminaría siendo noticia mundial. La esperanza de ambos es que el bote de colonia de imitación deje de ser un peso inútil, casi surrealista, en la mochila y le ayude a encontrar trabajo cuando se perfume para su primera entrevista laboral.
“¿Cuándo va a venir?”, pregunta a Hernández uno de sus niños en una nota de voz de Whatsapp. “No regreso, voy pa’lante, si Dios quiere voy a pasar para ayudarles, para darles estudios”, contesta el padre, apurando las palabras como si salieran disparadas de su boca, en una plegaria, antes de dejar escapar un suspiro. Como si intentara convencerlo y, de paso, convencerse a sí mismo. Quiere quedarse cinco o seis años en Estados Unidos. Beras espera estar solo tres años, hasta ganar lo suficiente para construir una casa propia. “No me quiero ir más tiempo porque no quiero que mis hijos se vayan a perder, allá la delincuencia los empieza a manipular desde chiquitos”, asegura, antes de clavar la mirada en el vacío. “Es un sueño en el que uno arriesga y deja todo para buscar una vida mejor, pero yo creo que va a valer la pena”.
Redacción: Jacobo García, desde San Pedro Sula; Elías Camhaji, desde la caravana
Imagen: Teresa de Miguel, desde San Pedro Sula; Héctor Guerrero, desde la caravana
Coordinación y edición: Javier Lafuente