Celebro que Adolfo Castañón reciba el Premio Internacional Alfonso Reyes 2018 por tantas y diversas razones que creo no poder más que resumirlas aquí: ambos, Don Alfonso y Don Adolfo son hombres de libros, ensayistas, poetas, críticos literarios e historiadores de la literatura, editores y eso que ahora llaman promotores culturales. De Don Alfonso tenemos más de treinta anchos tomos de sus Obras Completas y una generosa estela de sapiencia ejemplar y de Don Adolfo –para quienes no lo han leído— hay versos invaluables de los cielos de Antigua en Guatemala, de los entrañables secretos de una monja portuguesa y no pocos ensayos de lúcida pedagogía sobre autores de varios siglos, novelas de varias lenguas y reseñas ejemplares de libros que fueron avisados por él desde sus primeras ediciones. Habría que sumar los muchos prólogos, las anónimas cuartas de forros, los dictámenes premonitorios y la ardua labor intensa que Don Adolfo, a la manera de Don Alfonso, ha contagiado literatura, la sana enfermedad de los libros a escritores en ciernes o bien, a autores consagrados.
Le debo a Don Adolfo y la impagable maravilla de presentarme con Montaigne, sus Ensayos y ese género que se ha ramificado en tantos frutos
Tuve la fortuna de trabajar bajo la clara sombra de Don Adolfo cuando me contrató para el Fondo de Cultura Económica para el nacimiento de la colección FONDO 2000, nada menos que 150 pequeños libros de bolsillo que sirvieron de móvil para aprender –siempre con gratitud y asombro— de la inteligencia polifacética e incansable de un auténtico hombre hecho de letras que hacía desde entonces eso que ahora llaman multitasking: estar al timón de la gerencia editorial del catálogo de libros más importante de Hispanoamérica, navegar no solo el trato con los autores (famosos y noveles), coordinar los esfuerzos de un equipo maravilloso de colaboradores que calendarizaban tipografías y encarrilaban los originales hacia el puerto de su producción en imprenta, al tiempo que llevaba en la solapa las huellas de un poema que lo había desvelado la noche anterior y en las bolsas de su traje de pana los originales de un ensayo que habría de cuadricular la obra entera de un autor del Siglo de Oro o del Boom! o del Crack o del remoto rincón anónimo desde donde le llegaban a tocar las puertas los poetas del pretérito o los escritores aún inéditos.
Le debo muchos abrazos a Don Adolfo y la impagable maravilla de presentarme con Montaigne, sus Ensayos y ese género que se ha ramificado en tantos frutos. Juntos editamos el último libro que antologara y cuidara para sí mismo el gran Octavio Paz y juntos confeccionamos una antología de las entrevistas de Carlos Fuentes que lo pintan al óleo verbal y juntos viajamos a diversos paisajes de la música que nos une y los países que habitamos y los afectos que compartimos y tantísimas maravillas en papel o de viva voz. Juntos editamos muchos libros y visitamos a los grandes autores inmortales que inexplicablemente parecen no estar aquí para aplaudirle, aunque se les oye de lejos, como un solo de violín en medio de una fiesta infantil o la rara carcajada de cara enrojecida por la más pura y simple felicidad de que han premiado a un hombre que confirma con su andanza que los libros nos hacen libres.