El repentino desgaste de Zidane
Ha pasado medio año desde el regreso de Zidane al Real Madrid. Tres meses de Liga, uno de vacaciones y otro de pretemporada, siempre temible en un club que digiere muy mal cualquier derrota. Este verano ha sido particularmente áspero. Perdió frente al Bayern y el Atlético de Madrid, dos equipos que trascienden la rivalidad para el madridismo. Cualquier derrota ante ellos produce ronchones a los aficionados, pero en este caso el fastidio fue mayor. Por amistoso que fuera el partido, el descalabro frente al Atlético fue de proporciones bíblicas. El 7-3 quebró cualquier idea de normalidad en la pretemporada. Desde entonces, Zidane busca y no encuentra.
En su primera versión como entrenador del Real Madrid, Zidane se distinguió por su inteligencia para gestionar las situaciones difíciles como si fueran sencillas. Se parecía como entrenador al futbolista que resolvía los problemas con una naturalidad admirable. Al frente del equipo, rara vez dio señales de estrés y casi nunca sufrió ataques de entrenador. Apenas modificaba el equipo, no pretendía inventar el fútbol cada día. Cuando algo funcionaba mal, no dudaba. En su última temporada, retiró de un plumazo su confianza en los jóvenes recién ingresados —Ceballos, Theo, Marcos Llorente, Mayoral— y ganó la Copa de Europa con sus pretorianos.
Sólo incubó un problema de calado: Gareth Bale, el primer fichaje de 100 millones de euros en la historia del fútbol. No le alineó como titular en la final de Cardiff —ciudad natal del galés—, ni tampoco en la de Kiev. Fue una fricción con consecuencias que todavía persisten. Zidane abandonó el Real Madrid después del rejonazo que recibió de Bale tras sus dos goles en la final con el Liverpool. Su decisión provocó la sorpresa general y un lío de campeonato, pero tampoco significó nada nuevo en Zidane.
En su carácter habita una inclinación a cambiar su reconocida mesura por un tipo de reacción drástico, sin marcha atrás. Como jugador protagonizó dos incidentes inolvidables, las agresiones a Djalminha y Materazzi, tan ajenas a su perfil que terminaron por definir otro de sus rasgos esenciales, el del hombre tajante que se revuelve contra la frustración o cualquier desafío que considera inadmisible. A esta clase de afrenta correspondió el discurso de Bale en Kiev —exijo titularidad o busco otro equipo— y la respuesta de Zidane. Se marchó inmediatamente.
Se fue con el aprecio general del madridismo. Tres Copas de Europa consecutivas no son cualquier cosa. Nadie lo había conseguido con el formato de la Liga de Campeones, con otra consideración: es el torneo fetiche de un club que primero dominó Europa y luego se dedicó a las cuestiones domésticas. Nada cambiará el afecto de la hinchada por Zidane. Sobrevivirá a cualquier catástrofe del equipo, circunstancia que Florentino Pérez utilizó convenientemente cuando el Madrid se hundió en la pasada temporada. Perdió la Liga, la Copa y la Copa de Europa en dos semanas salvajes.
Zidane eligió mal el momento para volver. Detuvo la crisis institucional y liberó al presidente de una situación que se estaba pudriendo, pero los resultados no mejoraron. Se desgastó y la pretemporada tampoco le ha beneficiado, con una consecuencia evidente: aunque el aprecio sigue, el encanto se ha perdido. Zidane salvó muchas cosas con el prestigio de su nombre. Ahora corre el peligro de no salvarse él por las decepciones del fútbol, es decir, los malos resultados y los susurros que provocan en los medios de comunicación, algunos convenientemente autorizados. En medio, la figura de un hombre que esta vez sí ofrece señales de desasosiego. Por primera vez, Zidane no es el hombre que se maneja con una pasmosa naturalidad en el fragor de los problemas y las críticas. Por primera vez, parece nervioso.
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