México y la migración: filtro o pasarela
Los últimos años han sido testigos de un significativo cambio en el papel de México en los flujos de migración de sur a norte. El tránsito de personas que desde Centroamérica buscan un futuro mejor ha crecido hasta superar el movimiento de un país que les cuadruplica en población, si bien nunca ha llegado a los niveles de la ciudadanía mexicana a mediados de la década pasada.
Con ello, México se ha convertido, además de en un país de emigrantes, en uno de acogida. Temporal, en muchos casos, pues una mayoría de quienes acceden a su territorio lo hacen como lugar de paso necesario hasta los Estados Unidos: según un sondeo del Colegio de la Frontera Norte realizada sobre la caravana que copó titulares a finales de 2018, apenas dos de cada diez de los migrantes encuestados aspiraba a quedarse.
México: el gran filtro
Como resultado, EEUU pretende subcontratar buena parte de su política migratoria a México, que tiene una considerable dependencia económica y social de los vecinos del norte. Trump, cuya agenda antiinmigración es particularmente agresiva, presiona en todos los frentes, más allá del hipotético muro que cada vez está más lejos de construirse. Los EE UU de hoy ven a México como un gran filtro. Uno que se debería aplicar sobre aquellos que quieren llegar hasta sus fronteras. Entre 2014 y 2018, el país azteca realizó casi 650.000 aprehensiones de ciudadanos del Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala, Honduras). Desde 2007 han sido 1.2 millones de eventos de este tipo, muy cerca de las 1.4 millones de aprehensiones vividas en la frontera sur de los EEUU.
La distribución de las detenciones es eminentemente desigual. Según los datos del Colef, corroborados por otras fuentes sobre el terreno, son determinadas zonas dentro de México las que canalizan la mayor parte del movimiento. El reflejo de acción policial es correspondiente: municipios de Chiapas como Tapachula, que concentró diecisiete mil detenciones de ciudadanos centroamericanos el año pasado. Ayacucán, punto de división veracruzano en las distintas rutas que se abren como abanico hacia el noroeste, superó las diez mil. Reynosa, ciudad reflejo de McAllen (Texas): cuatro mil. En esa misma horquilla se sitúan Tenosique o Centro, dentro de Tabasco, estado sureño y fronterizo con la sierra guatemalteca.
Pero quizás el factor definitorio de la emigración centroamericana de hoy es que se trata de familias, más que individuos separados, lo que está cruzando México. Es este un cambio fundamental en la composición de la migración centroamericana. El número de menores no acompañados pero, sobre todo, las unidades familiares completas han pasado a copar las estadísticas de aprehensiones en México y en los Estados Unidos. Es ese movimiento de hogares lo que realmente necesitamos comprender mejor.
Emigración y desarrollo
La violencia es la explicación que se da casi por defecto a estos patrones migratorios: El Salvador, Guatemala y Honduras configuran una de las regiones con mayor concentración homicida del mundo entero. Paradójicamente, uno de los catalizadores de la violencia en el Triángulo Norte fue la política migratoria de los propios EE UU. En 1996 el Congreso aprobó una norma que facilitaba la deportación de jóvenes de origen latino miembros de pandillas que se habían formado, precisamente, en las ciudades estadounidenses. Así, el país exportaba un producto de su propia incapacidad de integración y articulación social en contextos urbanos. En las naciones centroamericanas las pandillas entraron en un contexto en el que podían crecer y reproducirse con mucha mayor facilidad, aprovechándose de la pobreza, las carencias estatales y de la corrupción. El resultado equivalió al de una suerte de guerra civil de baja intensidad en número de muertos, ruptura del tejido social, reacciones de las fuerzas del orden y extraordinarias necesidades de política. También en el efecto sobre millones de personas, que veían un peligro acechando en cualquier paso de la vida cotidiana (montar un negocio y caer en la extorsión, desplazarse por su ciudad y meterse por la calle equivocada, criar a sus hijos para que acaben siendo parte y víctima de la pandilla).
Sin embargo, la incidencia homicida de en el Triángulo Norte lleva un tiempo en remisión. Las tasas se han reducido en prácticamente un tercio entre 2014 y 2018. Sin embargo, el número de personas aprehendidas en México y en la frontera sur de EE UU fue prácticamente el mismo en ambos años, con el ya mentado aumento de unidades familiares.
La realidad es que el problema de la violencia cotidiana está lejos de desaparecer en cualquiera de estos tres países, y a él se le suman otros. La falta de oportunidades económicas es el más obvio: la pobreza en Honduras o Guatemala casi alcanza al 60% de la población según datos del Banco Mundial. El PIB per cápita en ambos (y en El Salvador), eso sí, no ha parado de crecer. Guatemala, de hecho, ha duplicado su renta disponible en una década. Pero se repite la misma situación que con la violencia: el aumento aquí, como la reducción en los homicidios, no parece ser suficiente para frenar el éxodo.
En cierta forma, cualquier aumento parcial en las condiciones de desarrollo puede empujar a la emigración antes que frenarla. Esta paradoja se resuelve cuando uno considera que moverse a un país distinto, así sea a pie, requiere de una considerable inversión en tiempo y dinero. Invertir sólo es factible con una pequeña cantidad de capital, así como la posibilidad de mantenerlo y moverlo con uno mismo. La (muy) relativa mejoría en las condiciones del Triángulo Norte puede ser vistas, por tanto, como suficientes para facilitar la movilidad de las familias que buscan un futuro que su país aún les niega. Además, las personas se mueven más fácilmente si disponen de redes que les reciban en sus países de destino. Así, cuanta más gente de un origen determinado se instala en ellos, más factible es que otros puedan aterrizar sobre cierto colchón de seguridad. La lógica de la reunificación familiar según la cual muchas veces primero se mueve el cabeza de familia y luego llega el resto del núcleo es sólo el ejemplo más obvio de un fenómeno mucho mayor, que alcanza a hermanos, primos, sobrinos, amigos, conocidos, compatriotas en definitiva.
A todo ello hay que sumar un último factor estructural que ha llegado para quedarse. El calentamiento global está ejerciendo cada vez más presión sobre los habitantes de amplias zonas de Centroamérica cuya economía depende en no poca medida de la benevolencia del clima. La sequía, los desastres y las irregularidades en general no sólo traen decadencia a la región: también desnutrición y malnutrición a sus habitantes. Quizás el motivo más poderoso para desplazar un hogar de un punto a otro.
Filtro o pasarela
Que el sistema migratorio de EEUU no está preparado para este cambio en los patrones migratorios centroamericanos es algo que, por desgracia, han comprobado decenas de menores y familias enteras en la frontera sur del país. Sólo con el escándalo de los niños apartados de sus progenitores se doblegó (muy levemente) la voluntad de muro del gobierno Trump. El titubeo duró poco, y la actitud se ha visto reforzada si acaso en los últimos tiempos. El presidente lleva una semana dedicado a desmontar todo su Departamento de Seguridad Interior precisamente por considerar que no estaba actuando con la suficiente dureza.
Ante semejante presión, México ve acrecentado su dilema. La llegada de López Obrador al poder trajo la promesa de un cambio en la política migratoria, pasando de un paradigma de “contención” a otro de “desarrollo”, intentando incluir en ello también al vecino del norte. El plan parte de la cumbre sobre migración de Marrakech, pero tiene ciertos antecedentes en el país: ya desde antes venía creciendo el número de residentes legales del Triángulo del Norte, particularmente aquellos que desde El Salvador o Guatemala accedieron al programa emergente (finalizado a principios de este año) de Tarjetas de Visitante por Razones Humanitarias, diseñado sobre todo para solicitantes de asilo o refugio, así como para menores no acompañados.
Pero tras una apertura casi completa de la frontera sur en enero, el canciller Marcelo Ebrard declaró hace pocos días a este periódico que “no podemos dar visas por razones humanitarias a todo aquel que lo solicite indistintamente”. Al mismo tiempo, los presupuestos de la oficina de atención al refugiado (COMAR) han sufrido un recorte del 20%. Resulta también significativo que, en paralelo, se hiciese público esta misma semana que el gobierno Trump había conseguido que México accediese a acoger a los solicitantes de asilo retornados.
Aún asumiendo que se cumpliesen por completo, no existe soporte empírico alguno para esperar que las propuestas de ayuda al desarrollo en Centroamérica frenen el flujo migratorio. Si acaso, podrían incluso acrecentarlo, siguiendo la paradoja de la transición de la movilidad.
En definitiva, México no tiene escapatoria en la difícil decisión de si aspira ser una pasarela a una vida mejor para miles de personas o si prefiere mantener un rol de filtro subordinado. En esa decisión debería contemplar de qué lado está en el eterno problema de representación que aqueja a los migrantes en cualquier parte del mundo: son otros los que deciden sobre su futuro, pues las políticas que determinan quién puede pasar y quién no vienen marcadas exclusivamente por los votantes de la nación en cuestión. México, que ayer y hoy es un país donde esta decisión por cuenta ajena se comprende perfectamente por su tradición migrante, está ahora en posición de revertirla, así sea parcialmente.