Todos los caminos llevan a Roma (y a la televisión)
El cine mexicano siempre ha pecado de emblemático. Asume una figura, se proyecta en ella, la explota al extremo de vender no solo identidad sino café, tinte, tarjetas de crédito, como fue el caso de María Félix, quien como sobreviviente de la edad de oro del cine mexicano supo venderse como monumento viviente de una gloria (pasada) que sobrevivía imponiéndose a todo, por encima de todo, no como un modelo a seguir sino como una figura de autoridad: al beber Nescafé o teñirte el pelo con Miss Clairol ni la emulabas ni te parecías más a ella. María Félix te decía en la pantalla que hacer, o mejor dicho, que comprar, y tú la obedecías. Algo semejante sucedió con Ignacio López Tarso o Anthony Quinn. Y no es que la edad de oro del cine mexicano se hubiera acabado, solo cambió de estrategias y aparato, se convirtió en televisión. El misterio que se ha cultivado alrededor de la muerte por avionazo de Pedro Infante es comparable a la pátina que se la quiso dar a las fórmulas y producción del cine nacional de los cuarentas y los cincuentas que se transmitía por televisión abierta para llenar la programación.
Se añora una época por el imaginario que generó o por una industria que se mantenía boyante todavía a finales de los años cincuenta, cuando aparece la televisión y sufre una crisis (por mucho que el cine fuera a color cuando la televisión era todavía en blanco y negro) para sufrir una transformación en sus usos, para quedar relegado. Por una parte, el cine se convirtió en una extensión donde podíamos vernos a oscuras con Silvia Pinal, Capulina, Angélica María, Enrique Guzmán y demás estrellas televisivas y por otra, al amparo de santos como Buñuel y Eisenstein, combativa, crítica, una vertiente de realismo que nos traería por una parte el cine de autor mexicano (ese que va y se pasea en los festivales) y por otro, el cine de ficheras (que luego devino en videohome).
Desde entonces, por mucho que se quisiera vender como un acontecimiento –tenía que venderse como tal– cuya actualidad quedaba determinada por una parte por el número de semanas en cartelera, y luego, por el lapso que existiría entre el estreno en sala y el estreno por televisión, pasando sin ver por las tecnologías y formatos que se han vuelto obsoletos frente a la portabilidad de los artefactos y la disponibilidad en red de los contenidos audiovisuales, podemos decir que, cuando ese lapso no existe o es mínimo, como fue con el estreno en Netflix de Roma, la película en la que retrata Alfonso Cuarón su infancia pequeño burguesa en un barrio de la Ciudad de México, las exhibidoras nacionales (quienes encima han extendido sus tentáculos hacia la producción y distribución) se negaron rotundamente a asumir los gastos para estrenar la película en sus salas, misma que, por mucho acontecimiento que fuera, podría verse una semana después por televisión a través de la plataforma de servicios de entrenamiento que la produjo.
Las reacciones ante la negativa de las exhibidoras no se hicieron esperar. Se hizo un llamado a través de las redes sociales para que fuéramos solidarios con Alfonso Cuarón apoyándolo con salas de exhibición o un espacio que fuera adecuado para proyectar la película. Cualquier expectativa que (se) tuviera al respecto de Roma, de sus costos y proceso de producción, que va desde la vocación manierista (¡luz, más luz, luz de verdad!) que implica volar los techos de la casa de su familia en la calle de Tepeji para iluminar a la antigüita, hasta los chismes sobre los retrasos, las negociaciones y el empecinamiento que lo llevaría a realizar su proyecto más personal, cambió con ese gesto fraterno y solidario que surgió a nivel nacional. No puedo sino sentirme maravillado por el arrastre que alcanzó como fenómeno cultural cuando se le cerraron las puertas de las grandes exhibidoras. Ver Roma en pantalla grande se convirtió en una consigna, algo que había que hacer, de una forma u otra. Los boletos se agotaron rápidamente en las pocas salas en las que se exhibió, convirtiéndolo en un privilegio, o mejor dicho, en un acto al que había asistir para ver y ser visto. Habrá quien se quedara en casa a verla, o fuera a casa de un amigo que si tuviera Netflix.
Es significativo que con esta última apropiación –el cine devenido en televisión– el cine haya regresado a las salas para hacer una diferencia. Mucho más ahora que la televisión ha devenido –otra vez y de manera triunfante– en cine. No se aceptan devoluciones, la versión tropicalizada que hizo Eugenio Derbez de Kramer vs. Kramer había vuelto a abrir el camino para figuras, fórmulas y contenidos televisivos a las salas de cine. En los últimos tres años se han producido en México más de quinientas películas. Nada más en 2018 se produjeron ciento ochenta y cuatro (según números dados por el IMCINE), cifra que marca un hito en la producción nacional. Unas cincuenta más que en 1958, con las rancheras y los melodramas todavía en pleno apogeo. De esas ciento cincuenta y ocho se estrenaron, según la Canacine, ciento dieciséis.
Es un número impresionante y casi –diría– escandaloso: ¿de qué van estas ciento ochenta películas? ¿Quién las hizo y para qué? ¿Quién las vio y quién las va a ver? Existe margen suficiente como para que los sitios de internet nos presenten listas de hasta veinte películas. Según la Canacine, las más taquilleras fueron comedias familiares y románticas. Ya veremos, hecha con el mismo machote sensiblero de Kramer vs. Kramer por Pedro Pablo Ibarra (quien viene de hacer Capadocias e Ingobernables), ingresó en taquilla más de catorce millones de dólares, La Boda de Valentina, retablo bilingüe de choques culturales dirigido por Marco Polo Constandse (quien empezó trabajando con Robert Rodríguez) ganó poco menos de tres millones de dólares y Una mujer sin filtro, vehículo quasi-feminista de Luis Eduardo Reyes (quien empezó de guionista de Silvia Pinal) poco más de cinco millones. Más que el espectro de las producciones, que no deja de ser general, lo que es significativo es que la gente quiera salir de sus casas para ver contenidos escapados de la televisión. Y es obvio que lo que les interesa de ir al cine es pasar un buen rato. Sus precedentes no dejan de ser locales mientras que los precedentes de Roma y las consecuencias sociales, culturales y políticas que ha traído consigo vienen de otro lado, de ese mismo lado al que se fueron Alfonso Cuarón y Emmanuel Lubeski, y al que se llevaron también a Yalitza Aparicio. Todo el aparato, el alarde visual, las referencias y los homenajes –incluso el blanco y negro– los inscriben en una universalidad que trasciende lo hollywoodense. ¿Qué es lo que nos vende? Supongo que un sucedáneo a la identidad (que no al café). ¿Qué es lo que nos venderá? Está todavía por verse.
Ricardo Pohlenz es crítico de cine.