Aún está por escribirse la historia de cómo el poder político mexicano, de todos los colores y tendencias, ha tratado consistentemente de revertir los avances que, en cuanto a libertad y autonomía, alcanzó el periodismo nacional entre los estertores del siglo pasado y los albores de este. Antes de esa relativa “liberación” de los años noventa y los primeros dos mil (que no fue una concesión del gobierno, sino el resultado de los esfuerzos de muchos, y que aprovechó la ventana abierta por los cambios políticos de esos tiempos), el Ejecutivo federal, la Secretaría de Gobernación y las administraciones estatales ejercieron sobre la prensa una tutela de tintes autoritarios. Salirse del guacal de sus controles significaba, para los medios, arriesgar la circulación y, en el caso de algunos reporteros, hasta jugarse la vida: el “golpe” al Excélsior de Julio Scherer y el asesinato de Manuel Buendía son, quizá, los ejemplos más recordados. Hay más: baste recordar las presiones sobre publicaciones críticas, como Proceso o El Norte, los secuestros de ediciones con notas inconvenientes, la persecución a reporteros que revelaban nexos entre los políticos y el crimen, etcétera…
El hecho de que los resultados de un menor control fueran la multiplicación de voces críticas y el crecimiento de proyectos de comunicación que no eran leales al Estado parece haber dejado una lección para quienes ejercían el poder (y quienes les han tomado el relevo): un periodismo libre es un vecino incómodo para quien manda. Por eso vemos, desde hace años, que se multiplican los esfuerzos para desacreditar, acotar y, en suma, regresar al guacal a los medios. Se ha producido un combate desigual (no es lo mismo tener a mano el presupuesto público para operar que sobrevivir de anunciantes y ventas), una lucha a veces evidente y otras subterránea, pero que no cesa. Y lo cierto es que el poder ha conseguido despojar de espacios y libertades al periodismo con los años, otra vez, y se esfuerza por recortarle las que conserva. El acoso a periodistas críticos, la diferencia delirante en los presupuestos publicitarios destinados a los espacios que se perciben como hostiles y los espacios “amigables” para el poder, las fortunas de dinero público gastadas en apuntalar “líderes de opinión” a modo lo demuestran.
Es comprensible que al poder político, de cualquier signo o color, no le guste el periodismo. Le molesta que esté fuera de su control, indagándolo y cuestionándolo, y por eso procura, por todos los medios a su alcance, lícitos (o no), domeñarlo, marginarlo y, en caso extremo, quitárselo de encima. La razón es sencillísima: el periodismo, cuando se ejerce de manera responsable, es un contrapeso, una atalaya para que los ciudadanos vean desde otros ángulos la clase de cosas que se hacen con sus impuestos y en su nombre, una alternativa a los cantos de sirena de los discursos oficiales y la propaganda. Las huellas de esta campaña de restauración de la tutela autoritaria están a la vista y sus consecuencias no se limitan a los alcances del poder institucional. A ese otro poder que es el crimen organizado tampoco le gusta la prensa libre. México es el tercer país más peligroso para los periodistas en todo el planeta, según el informe 2018 de Reporteros Sin Fronteras. Nueve fueron asesinados el año pasado en incidentes relacionados con su trabajo. En 2019 van dos. Y son decenas y decenas en los años recientes.
Quizá algunos ámbitos del país puedan cambiar con la llegada del nuevo gobierno, pero, en el caso de la prensa, el peligro persiste, y las presiones, insultos y descalificaciones no bajan de intensidad. Es una señal inquietante que en el discurso cotidiano del presidente, sus altos funcionarios y el amplio entorno gobiernista en las redes abunden las referencias desdeñosas a los periodistas y su trabajo, y se insista, al igual que, sintomáticamente, se hizo en las administraciones anteriores, en declarar que tras el periodismo crítico hay intereses oscuros (como si el periodismo chayotero, “maiceado” o militante no fuera parte fundamental de los propios dispositivos de control del poder, que lo alienta y subvenciona, cuando no directamente lo orquesta, del mismo modo que todos los partidos y facciones, sin excepción, recurren al uso de bots para promover sus publicaciones en redes y atacar las del contrario). Más intranquilizador todavía resulta que muchos ciudadanos elijan la fe ciega, adopten sin reflexionar las mentiras o “postverdades” de la propaganda y le den la espalda a los hechos. Y hasta pidan mordazas, más mordazas para la prensa, sin caer en cuenta que taparle la boca al periodismo es tapársela al país y dejarlo mudo ante el poder: ese viejo sueño autoritario.