Viaje a la California francesa

El paisaje está envuelto en una neblina espesa que se despeja pocos segundos después, como si fuera una Polaroid, a medida que uno se va acercando a la arena. En la mañana de un lunes veraniego, media docena de surfistas montan las primeras olas de la semana en la playa de la Milady, idílico encuadre en el extremo sur de Biarritz. Una silueta rolliza emerge del océano turquesa de esta postal en movimiento: la de Laurent Ortiz, teniente de alcalde para el surf de la ciudad francesa. “Igual que en la India hay un ministro del yoga, es lógico que Biarritz tenga un concejal dedicado a un deporte que ya forma parte de nuestro ADN”, sostiene Ortiz, de 47 años. “El surf es un asunto transversal, vector de juventud, dinamismo y crecimiento económico. Es el sustento de una industria que se ha convertido en una de las principales fuentes de riqueza para toda la región”, señala este neófito en política, surgido del mundo asociativo, que se prepara para acoger la reunión del G7 a partir del sábado.

En este rincón del País Vasco francés, el surf se asemeja a una religión. Para empezar, el sector acumula un volumen de negocio de 2.000 millones de euros anuales y está formado por 400 compañías que emplean a 4.500 trabajadores. En los 35 kilómetros de costa desde la frontera española hasta las Landas ha brotado, en las últimas décadas, un nuevo tejido empresarial formado por escuelas de surf, fabricantes de tablas y viveros para startups. Es el llamado Glissicon Valley, juego de palabras con glisse, con la que se denomina en francés a los deportes de deslizamiento. Biarritz se erige en la capital de una supuesta “California francesa”, como la rebautizó The New York Times hace unos años. “Es una comparación simpática. Aquí también brilla el sol, la gente se saluda por la calle y se vive con energía positiva”, ratifica Ortiz. En la costa vasca, la tasa de paro apenas supera el 7%, casi dos puntos por debajo de la media nacional, y el saldo migratorio es uno de los más altos del territorio francés.

La delegación europea de la empresa Quiksilver se encuentra en San Juan de Luz, cerca de la frontera española. El centro de investigación de Tribord, filial de Decathlon para el deporte acuático, escogió sede en Hendaya. Marcas como Ripcurl y Billabong se han instalado en Hossegor, en la frontera con las Landas, mientras que O’Neill abrió sucursal en Anglet y Rusty encontró hogar en Bayona. “Para tener credibilidad en este sector, es imprescindible contar con una dirección en el País Vasco”, señala Julien Azé, fundador del festival Wheels & Waves, que cada año congrega a miles de forofos del surf, el skate y las motos en Biarritz. “Sería imposible hacerlo en París. A nivel simbólico, hay que volver al paisaje donde todo empezó”.

Mitos locales

Un practicante de esquí acuático en Biarritz, en los años sesenta. Abajo, un cadillac en la Grande Plage, en esa misma época.
Un practicante de esquí acuático en Biarritz, en los años sesenta. Abajo, un cadillac en la Grande Plage, en esa misma época.


Esos inicios, sometidos a un sinfín de mitos locales y leyendas apócrifas, se remontan a 1957, cuando el guionista Peter Viertel, marido de Deborah Kerr y aficionado al bodysurf, plantó su tabla en la Grande Plage de Biarritz, frente al majestuoso palacete donde, solo un siglo atrás, solía veranear Napoleón III. “El agua estaba más fría que en Hawái y la resaca del Atlántico era aún más traicionera; no estaba la costa vasca precisamente beneficiada por vientos cálidos tan seductores. No era aquél el paraíso de un surfista, aunque tampoco distaba tanto de serlo”, relató Viertel en un texto escrito para EL PAÍS en 2007.

Pese a todo, el deporte arraigó. Un ebanista de la vecina localidad de Dax, Jacky Rott, realizó dos copias de su tabla. Sería el inicio de un movimiento que despegó cuando, en septiembre de 1959, se fundó en Biarritz el primer club de surf del continente europeo, el desaparecido Waikiki Surf Club. En la espectacular playa de la Côte des Basques, con la costa guipuzcoana como telón de fondo, no tardaron en aparecer estampados florales y efluvios de droga blanda. Tiempo que rememoran las imágenes de René Bégué, mítico surfista y fotógrafo de la ciudad, publicadas en un nuevo volumen, Biarritz Sixties: SurfOrigins (Atlantica), que recuerda la irrupción de una juventud melenuda en esta ciudad de vieja cultura aristocrática. “En realidad, el surf y Biarritz no siempre se llevaron bien. Al comienzo, fue considerada una práctica peligrosa para los bañistas y el Ayuntamiento la prohibió”, recuerda Ortiz. La ironía es que hoy se haya convertido en “el principal reclamo turístico de la ciudad”.

Símbolo cultural

Un cadillac con tablas de surf, en la Grande Plage, en los años sesenta.
Un cadillac con tablas de surf, en la Grande Plage, en los años sesenta.


En esa Francia jacobina donde la Revolución quiso arrasar con las idiosincrasias regionales, la población local se aferra a este ancestral deporte hawaiano como si fuera un símbolo cultural, al mismo nivel que la pelota vasca. El triunfo definitivo del “marketing territorial”, como lo denomina el sociólogo Christophe Guibert. De lo mismo habla La déferlante surf, una nueva exposición en el Museo de Aquitania de Burdeos, que subraya el significado identitario que ha cobrado en esta región francesa. “El surf llegó a nuestra costa hace solo 60 años, pero lo sentimos como propio”, confirma Damien Marly, surfista de 40 años y fundador de la marca Chipirón, que apunta al fenómeno sociológico levantado por el surf en los últimos años.

“Antes era un deporte para marginales. Ahora surfea hasta mi banquero y se utiliza este deporte incluso para vender papel higiénico”, dice Marly. “Hay algo que se ha perdido, unos valores que se erosionan. Los que nos dedicamos a esto vivimos mejor, pero tal vez no hayamos hecho las cosas bien”. La aglomeración en las playas, acentuada por la nueva línea de alta velocidad que une a París con Biarritz en poco más de cuatro horas, también genera tensiones. “Poco a poco, se va perdiendo el sentido de la convivencia en el agua”, lamenta el empresario.

A partir de 2020, el surf se convertirá en deporte olímpico. Biarritz aspira a organizar las competiciones de los Juegos de París en 2024. La reunión del G7 en la ciudad francesa, que convertirá a Biarritz en el lugar más vigilado de la geografía europea —y volverá a prohibir temporalmente la práctica del surf en las playas más céntricas—, dotará de una visibilidad todavía mayor a una práctica que ya roza un punto de saturación, como demuestra cualquier playa vascofrancesa en un fin de semana soleado. Sin embargo, los autóctonos no temen que esta burbuja acabe estallando. “Es un deporte muy difícil, que requiere mucha paciencia y abnegación. El surf es imagen y apariencia, lo que genera muchas fantasías entre quienes no lo practican. En realidad, salvo dos semanas al año, somos un círculo muy pequeño”, matiza el escritor vasco Alain Gardinier, que dice adentrarse en el Atlántico a diario. En el fondo, el océano se encarga de hacer su selección darwiniana. Quedará demostrado al anochecer, en la vecina playa de Guéthary, donde veranea una selecta minoría encabezada por el escritor Frédéric Beigbeder. De una docena de aspirantes a cabalgar las olas vespertinas, equipados con relucientes neoprenos, solo dos llegarán a meterse en el agua. Los demás preferirán darle al txakoli en el exclusivo chiringuito de la esquina.