El populismo es ya el signo político de nuestro tiempo. Su creciente extensión en países desarrollados y afanados en serlo, así lo demuestra. Más allá de sus claras modalidades de derechas y de las que quieren aparecer como de izquierdas, hay constantes que permiten identificaciones y agrupamientos.
Por ello y más que seguir tratando de aclarar si los fenómenos que a diario pasan en muchos estados nacionales tienen o no el carácter de populistas, si tal o cual actuación del correspondiente líder encaja o no en ese patrón o si es más bien democrática, conviene pensar en las formas de contender con ellos. El pasmo en que muchos nos encontramos es entendible. Las democracias funcionaron en lo electoral y toleraron los desórdenes de la violencia, la corrupción y las finanzas. Al final, desigualdades y desencantos aparecieron precipitados y acumulados. Tanto, que terminaron por comprometer la viabilidad del sistema democrático mismo.
Hoy no queda más remedio que hablar del populismo como algo presente y perturbador. No como algo que será o aparecerá. No como algo que puede llegar a comprometer nuestras vidas y las de las siguientes generaciones, sino como algo que ya lo está haciendo. Para comprender lo que pasa no basta con nombrarlo. Los conjuros no tienen eficacia. Es necesario entender sus maneras de ser y de estar en el mayor número de modalidades posibles para así identificar los remedios a crear y aplicar.
Por lo común, la legitimación política se atribuye a la autoridad nacional como si se tratara de un todo. Hablamos del «Estado legítimo» o de la «legitimidad del régimen». Esta forma de nominar no planteaba problemas hasta hace poco tiempo, en tanto podía admitirse que los procesos democráticos generaban autoridades legítimas. Que gracias a las elecciones se habían elegido representantes y éstos, a su vez, habían nombrado a otras autoridades y éstas a otras hasta complementar la totalidad de los cargos públicos. Tan idílica visión de los asuntos políticos plantea algunos problemas en los cotidianos tiempos del populismo.
¿La totalidad de las autoridades públicas deben asumir que su legitimidad proviene de las elecciones que colocaron al líder en el cargo o, por el contrario, deben situarla en una fuente distinta y responder a ella? La respuesta afirmativa a la primera parte de la pregunta implica que todos los actores estatales, incluidos los legislativos y judiciales, entenderían que sus posibilidades de acción están vinculadas al primigenio mandato de las urnas. Que su razón de ser proviene del momento constitutivo del populismo. Desde esa lógica, no habría por qué diferenciar entre las funciones estatales, sino realizar todas ellas a partir de un entendimiento común, definido desde luego por el líder.
Si por el contrario los funcionarios, legisladores y juzgadores comprendidos, entienden que una cosa es el origen y mandato del líder y otra distinta el de ellos, sus actuaciones, obvio es decirlo a estas alturas, tendrían un carácter propio. Actuarían con racionalidad propia y distinta, no se considerarían parte de un proceso mayor, ni quedarían, finalmente, sometidos a él.
Con el pasar de los días vemos que en distintas partes del mundo los funcionarios son sometidos por los movimientos políticos o, de modo más discreto, que ellos mismos buscan colocarse en tal situación. Sea cual sea la causa, es peligroso no reflexionar ni exigir, más allá de las complicaciones que conlleva, que cada cual cumpla con los supuestos de su cargo. Si los jueces tienen que salvaguardar la supremacía de la Constitución y las agencias reguladoras imponer saberes técnicos, es preciso que lo hagan a diario y en todos los casos. Ésta es su razón de ser y la condición de su propia legitimidad. El no dejarse comprometer en el fenómeno que quiere ser tenido como totalidad. En el populismo, cada órgano y cada funcionario tiene que construir su legitimación y su legitimidad más allá de los intentos que se harán para someterlos a la totalidad que está pretendiendo crearse.