Cuando Ciudad de México era una isla

Los clientes de la taquería El Amigo, en el centro de Ciudad de México, comen a orillas de un lago y no lo saben; el restaurante La Pancita de Jamaica, una cuadra al sur, flota sobre una chinampa. Cuesta imaginarlo, pero hace cinco siglos la capital mexicana era una isla de 14 kilómetros cuadrados sobre el lago de Texcoco y estaba hecha de una red de calles, canales y terrones flotantes de tierra. Hoy de aquello no queda nada. Los vecinos de la capital se acuerdan del lago cuando llueve y se inundan las calles. En un intento por conservar la memoria de la vieja urbe, un fotógrafo y un periodista organizan paseos por sus límites, los confines de la ciudad que fue, la orilla de Tenochtitlán.

Es domingo por la mañana y un grupo de personas espera en la salida de una céntrica parada de metro, con calzado deportivo y botellines de agua. Durante las próximas siete horas van a recorrer los 22 kilómetros de orilla de la capital del viejo Imperio azteca. “Allí estaba el lago”, dice Feike de Jong, periodista holandés afincado en México desde hace dos décadas, mientras apunta hacia el Kentucky Fried Chicken del otro lado de la avenida. “Y ahora rodearemos una pequeña península”. Se refiere a una protuberancia en el lado suroeste de la antigua isla, en lo que ahora es la Colonia Juárez, una zona de bares y ambiente LGBT.

De Jong, uno de los promotores de estas caminatas domingueras, es un apasionado de las orillas como concepto. “Son puntos de caos; como cuando los átomos cambian de estado”, explica. “Se nota que es un espacio un poco raro”. El periodista forma equipo con Santiago Arau, fotógrafo mexicano conocido por sus imágenes tomadas con dron. El primero pone sus habilidades de guía y el segundo, su capacidad de movilización y difusión en Instagram y Twitter.

Antes de lanzarse a la aventura, consultaron la ruta con Tomás Filsinger, un diseñador que ha dedicado los últimos 30 años a cartografiar Tenochtitlán -“una obsesión”, como él mismo reconoce. Dos terceras partes de la orilla están, según Filsinger, “bien documentadas”. Pese a los siglos transcurridos desde la caída de la capital azteca, la orilla no es tan difícil de determinar. El lago empezó a recular al poco de consolidarse la conquista; el mal olor de las aguas y las frecuentes inundaciones motivaron las obras de desagüe emprendidas por el poder virreinal. Pero hasta el siglo XVIII, tiempo después de que la ciudad dejara de ser isla, no se rebasaron los límites de la ciudad. Existen, por tanto, mapas relativamente recientes de su aspecto insular.

Reconstrucción de la isla de Tenochtitlán sobre un mapa de la Ciudad de México actual.
Reconstrucción de la isla de Tenochtitlán sobre un mapa de la Ciudad de México actual.

Enfilando la orilla oeste se llega a la bulliciosa Avenida Hidalgo. 500 años atrás, esta vía de asfalto era un camino hecho de arcilla y piedra. Era la calzada de Tacuba, una de las tres principales vías de comunicación entre la isla y tierra firme. Allí, una iglesia, el Templo de san Hipólito, marca uno de los momentos más dramáticos de la conquista española, la conocida como ‘Noche Triste’. La calle que ahora recorren coches y autobuses fue el 1 de julio de 1520 un campo de batalla, un entrechocar de mazas y espadas, un batiburrillo de canoas, caballos, guerreros aztecas y soldados españoles que acabó con la mitad del ejército de Hernán Cortés, obligado a emprender la retirada.

Pero ni los gritos del pasado ni lo bocinazos del presente detienen a De Jong y Arau. Toca seguir rumbo norte, hacia Tlatelolco, barrio mundialmente conocido por la matanza de estudiantes en 1968. Y una prueba, según De Jong, de que el antiguo lago explica ciertas cosas del presente. El espíritu activista de sus habitantes puede estar relacionado, en su opinión, con el hecho de que fuera primero un islote independiente, antes de ser engullido por la vecina Tenochtitlan. Tlatelolco fue también el último bastión de resistencia mexica ante el avance de los conquistadores. Un David contra Goliath, ayer y hoy.

“Todo el mundo sabe que fue un lago, pero si me preguntas dónde quedó el agua, no sabré qué responder”, dice Verónica Rivera, una de las excursionistas. “El agua yo creo que va a ser el acabose de la ciudad”, confiesa preocupada. Filsinger coincide en que los habitantes de la isla solo son conscientes a medias de ese pasado: “Lo absorben intelectualmente, pero no lo sienten en el cuerpo”, reflexiona.

Sí que lo sintieron el 19 de septiembre del año pasado, cuando un terremoto de magnitud 7.1 hizo temblar más aquellas zonas que antes fueron lago. El suelo arenoso y blando convierte a barrios como las céntricas Condesa y Roma Norte, dos de los más afectados por el reciente sismo, en terreno vulnerable.

Grafiti cerca de San Lázaro, en la
Grafiti cerca de San Lázaro, en la «orilla» este de Tenochtitlán.

La caminata cruza ahora el mercado dominical del barrio de Tepito, una de las zonas de la capital más castigadas por la violencia. De hecho, los planes de De Jong y Arau van más allá de organizar una simple caminata; quieren convertirla en un recorrido cultural que, a la vez, contribuya al desarrollo de los barrios que atraviesa.

El sur de Tepito y el área que rodea la Cámara de Diputados ya eran en tiempos aztecas zonas poco favorecidas. El agua de la orilla este era más salada que la de los otros costados de la isla, por lo que las condiciones de vida eran más insalubres. Una pintura mural de patos en una pared frente al Parlamento recuerda que esta fue también una zona de caza de ánades silvestres. Ahora hay tortolitas -los patos acabaron en un guiso o emigraron en búsqueda de agua.

Seis horas de camino después, el grupo afronta el trecho final, el lado sur de la isla; en tiempos aztecas era, en palabras de De Jong, la zona “más fresa” [‘pijo’, en México] por el mayor acceso a agua dulce. A esta parte de la antigua Tenochtitlan se llegaba por la calzada de Ixtapalapan (hoy calzada de Tlalpan), la más larga de las tres vías de comunicación entre isla y tierra firme. Por ese pavimento por el que ruedan ahora los skaters y los convoyes del metro entró Hernán Cortés a la ciudad en 1519. Y allí fue recibido por Moctezuma.

Poco antes de ese encuentro, los conquistadores se habían quedado boquiabiertos al ver esa gran ciudad flotante. “Había grandes torres, templos y pirámides erigidos en el agua. Otros se preguntaban si todo eso no sería un sueño”, narra el cronista Bernal Díaz del Castillo, testigo del momento. Pero el lago era bien real y, aún hoy, mantiene una presencia sutil, subterránea. “Si vivieras aquí, tendrías vistas al lago”, dice Santiago Arau, mientras camina. Solo hay que echarle, como hacen los excursionistas del domingo, un poco de imaginación.