América Latina enfrenta hoy retos en derechos humanos y democracia que pocos hubieran previsto. A las graves crisis en Venezuela y Nicaragua se suman los casos de Guatemala, donde la disolución de la CICIG preocupa; el de Bolivia, donde crece la tentación para Evo Morales de reelegirse a como dé lugar, y la tragedia de Brasil. ¿Quién pensaba hace dos años que el país más grande de la región se hallaría en la antesala de un ataque directo a los derechos humanos por parte de su presidente? Esto sucede en un contexto ominoso. A diferencia de lo ocurrido durante veinte años, y a pesar de sus propias y graves violaciones a los derechos humanos, México, en lugar de ser un defensor de los mismos, está en vías de convertirse en un cómplice de las peores prácticas en el hemisferio.
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La llegada a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador trajo consigo el mayor cambio en la política exterior del país desde el año 2000. A diferencia de entonces, cuando el presidente Vicente Fox profundizó la actualización externa puesta en marcha por su predecesor, Ernesto Zedillo, abandonando el tótem de la no intervención y la fatigada retórica de la neutralidad e introversión mexicanas, López Obrador da un enorme paso atrás. Pretende retrotraer al país a posturas o bien inexistentes, o bien de los años cincuenta y sesenta, cuando México procuraba, no siempre con éxito, evitar cualquier toma de partido en las relaciones internacionales.
El retroceso tiene dos partes: Estados Unidos, y América Latina. Desde su elección y a pesar de declaraciones anteriores, López Obrador tomó una decisión consciente de evitar cualquier conflicto con el Gobierno de Donald Trump. Ni los actos ni los dichos del presidente norteamericano lo sacarían de sus casillas o lo obligarían a responder ante las provocaciones de su colega. Ha cumplido su compromiso, pero su vecino no se ha sentido obligado por ello.
En la mayor concesión mexicana hasta la fecha, López Obrador y su canciller, Marcelo Ebrard, aceptaron el ucase de Trump a propósito de los centroamericanos aglutinados en puntos fronterizos como Tijuana. En el equivalente de un convenio de facto de tercer país seguro, el Gobierno de AMLO accedió a una exigencia norteamericana. Los centroamericanos que soliciten asilo en Estados Unidos esperarán sus entrevistas y audiencias en territorio mexicano, bajo custodia mexicana, y a cargo del erario mexicano. Tratándose de esperas de hasta dos años, se dimensiona la magnitud de esta concesión. El corolario de dicha concesión consiste en el silencio declarativo de las autoridades mexicanas. Diga Trump lo que diga, haga lo que haga, el Gobierno de México permanece callado.
Resultará muy difícil modificar esta nueva y lamentable postura mexicana. Pedro Sánchez lo comprobará
Es el caso asimismo de la política hacia América Latina, y en particular frente a las crisis en Venezuela y Nicaragua. El Gobierno de Peña Nieto, a través de su secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, asumió una posición proactiva ante ambos países. En la Organización de Estados Americanos (OEA) y en foros ad hoc dentro y fuera de esa instancia, México, repetidamente, denunció las violaciones a los derechos humanos en Venezuela y, a partir de principios de 2018, en Nicaragua. Criticó a los Gobiernos de Maduro y de Ortega por autoritarios, represivos y productos de elecciones fraudulentas. Participó en esfuerzos fallidos de mediación, incluyendo el llamado Grupo de Lima para Venezuela, y el grupo de trabajo en la OEA para Nicaragua.
López Obrador ha abandonado esa postura, en votaciones, declaraciones y gestos como invitar a Maduro a su toma de protesta. Son tres las explicaciones que el Gobierno, sus partidarios o analistas han ofrecido al respecto. La primera es de orden principista. AMLO y su canciller Ebrard han afirmado que desean volver a lo que reza la Constitución mexicana desde 1988, a saber, que la política exterior del país se regirá por varios principios (de definición dudosa) y en particular el de no intervención. Lo interpretaron como un no opinar o tomar partido ante cualquier conflicto interno dentro de otro país, o frente a violaciones de derechos humanos o la ausencia de democracia. Releyeron la historia de la política exterior mexicana a su modo, olvidando cómo el país tomó partido contra el régimen de Batista en Cuba en los años cincuenta, reconoció a la República española hasta 1977, combatió al régimen de Pinochet en Chile a partir de 1973, y al de Somoza en Nicaragua en 1979, y a la dictadura militar en El Salvador en 1981.
Esta justificación peca de ingenua. Es cierto que AMLO es ajeno a cualquier asunto exterior a México, y que su provincianismo le podría permitir asumir estas actitudes con sinceridad. Pero su canciller tiene demasiado mundo y formación para creer en semejantes lugares comunes o francos errores históricos, de derecho constitucional mexicano, o de derecho internacional. Siendo un razonamiento que muchos en México suscriben, no se sustenta como tesis explicativa. Tampoco se sostiene el planteamiento de que México no interviene para evitar que otros intervengan en México.
AMLO pretende retrotraer al país a posturas o bien inexistentes, o bien de los años cincuenta y sesenta
El segundo razonamiento, más franco y apegado a la verdad, aunque iluso, reside en el deseo del Gobierno de México de mediar en ambos conflictos. Ebrard considera que si México calla sus críticas, se aleja del radicalismo y la estridencia del Grupo de Lima o del grupo de trabajo de la OEA, y adopta una definición equidistante entre las oposiciones y los Gobiernos de Maduro y Ortega, podrá desempeñar un papel útil y eficaz para resolver las dos crisis.
El problema es que esta tesis ya la formularon los predecesores de AMLO y Ebrard, y muchos más: en el caso de Venezuela, el papa Francisco, José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández, Martín Torrijos, y todo el Grupo de Lima; en el caso de Nicaragua, la Iglesia local, Vinicio Cerezo y António Guterres. Todas las mediaciones han fracasado, porque ni Maduro ni Ortega desean negociar su salida, y ni la oposición venezolana o nicaragüense poseen la fuerza para imponerla. Queda la denuncia, el aislamiento y la plegaria. Además, nadie entiende quién le otorgó a México el papel de mediador: ni los Gobiernos ni las oposiciones, ni el Espíritu Santo.
La tercera y última explicación es la más robusta. La amplia coalición de Morena y López Obrador abarca muchas sensibilidades ideológicas. Pero no cabe duda de que desde su extrema izquierda hasta su centro-derecha, allí imperan afinidades reales, emotivas e históricas, con los regímenes “revolucionarios” de Cuba, Nicaragua, Venezuela y Bolivia. En algunos casos se entienden, por motivos personales; en otros, por apoyos recibidos a lo largo de los años. Muchos dirigentes, cuadros medios y militantes de a pie de AMLO no comprenderían que su presidente se sumara a la “campaña del imperio” contra Maduro y Ortega, ya sin hablar de Raúl Castro. Detrás de toda la jerga principista, vacua y falsa, de la no intervención, o hiperpragmática de la mediación, yace una fuerte afinidad por los Gobiernos llamados de izquierda en América Latina. De allí la vergonzosa postura mexicana de los últimos días frente a los acontecimientos en Caracas: no reconocer a Guaidó; apoyar a Maduro en los hechos; salir del Grupo de Lima; y ofrecer una mediación aceptada por Maduro y rechazada por la oposición.
Por eso resultará difícil modificar esta lamentable postura mexicana. Pedro Sánchez lo comprobará en su próxima visita a México, cuando quizás intente acercar a López Obrador a la postura firme de la Unión Europea frente a las dos crisis de América Latina.
Jorge G. Castañeda fue canciller de México.
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