“La lucha contra el racismo no es una prioridad en el fútbol italiano”

Fiona May recibió en 2015 una llamada de Roberto Tavecchio, entonces presidente de la FIGC (Federación Italiana de Fútbol), para que apadrinara una campaña itinerante contra el racismo en el fútbol. “¿Racistas? Una raza muy fea… (Y no la queremos en los estadios)”, era el lema. May, exsaltadora (dos medallas olímpicas y dos veces campeona del mundo) no estaba demasiado convencida. Lo consultó con su padre y al final aceptó. Lo hizo pensando que era una buena iniciativa para que las cosas empezaran a cambiar y para que Italia terminara por fin con esta lacra. Dos años después, en enero de 2017, abandonó el cargo porque no cambiaba nada. “La lucha contra el racismo no es una prioridad en el calcio. Nadie quería hablar del tema. Nadie quería cambiar las cosas”, dice May, 49 años, al otro lado del teléfono recién llegada de los Mundiales de atletismo de Doha.

Está “dolida” y “frustrada”. “En la Federación no consideran el racismo un problema, no quieren aceptar que el racismo es un problema y no entiendo por qué. Es un misterio para mí. Lo justifican y es ridículo, no me gusta y no es nada bueno para las nuevas generaciones. Ahora entiendo porque antes de aceptar el cargo hubo personas que me dijeron que tuviera cuidado y me lo pensara bien”, se desahoga. Dice que no quiere “atacar” a nadie, pero que “hay que hacer algo” porque la situación está empezando a convertirse en “peligrosa”.

El racismo se ha atrincherado en las gradas de los estadios italianos. Dalbert Henrique, lateral izquierdo brasileño de la Fiorentina, fue el último en sufrirlo. Harto de los insultos racistas, hace dos semanas se quejó al árbitro que paró el juego tres minutos. Unos días antes Romelu Lukaku, delantero del Inter, tuvo primero que escuchar los buuuu racistas de algunos hinchas del Cagliari mientras tiraba un penalti y luego leer las justificaciones de los ultras del Inter. Sus propios radicales le escribieron una carta asegurándole que no había entendido nada de lo que estaba sucediendo en el campo; que si le pareció escuchar insultos no se trataba de un asunto racista. Solo de un “modo” de animar y “ayudar” a su equipo.

Es una visión extendida y difícil de extirpar porque el racismo ya está interiorizado en el calcio. Giovanni Malagó, presidente del CONI (Comité Olímpico Italiano), llegó a decir la semana pasada que el hincha que grita buuuu se equivoca, pero más el que simula un penalti en el área. Claudio Lotito, presidente de la Lazio –cuyos hinchas han protagonizado un sinfín de episodios racistas, entre ellos inundar el fondo de la Roma con pegatinas de Anna Frank vistiendo la camiseta del eterno rival– dijo la semana pasada que los buuuu no tienen por qué tener una connotación racista. “Cuando yo era pequeño recuerdo escuchar esos buuu a personas que tenían el color de la piel normal, blanca […]”, explicó.

¿Por qué no es una prioridad acabar con el racismo en el fútbol italiano? “No lo sé, de verdad que no lo sé, pero es algo que está empezando a ser peligroso”, contesta May que durante casi dos años dirigió una campaña itinerante por las 20 regiones de Italia. Era un proyecto dirigido a todos los federados de entre 10 y 18 años, sus entrenadores y profesores. Cada mes se organizaba, en una región diferente, un encuentro de dos días con una rueda de prensa, un talk-show y un espectáculo con un lenguaje dirigido a los jóvenes. Se charlaba sobre integración, discriminación y racismo con responsables de la federación, exjugadores o entrenadores, periodistas y también personajes del espectáculo.

¿Y luego? “Son iniciativas que están bien, sobre todo porque se empieza desde abajo. Pero de medidas nadie quería hablar. El fútbol italiano tiene un problema con el racismo y nadie lo quiere asumir, nadie acepta que es un problema y que se soluciona empezando por poner sanciones duras. Hay que quitar puntos porque las multas parece que no sirven. Habría que cerrar los estadios, pero no un partido; tendría que haber penas duras que no se limiten a prohibir el acceso a los estadios a los que han protagonizado episodios de racismo”, explica May.

Y añade: “Pero nadie quería cambiar las cosas. Me volvieron a llamar desde la Federación hace un año para unas jornadas contra el racismo… no fui. Estaba harta de ir a dar conferencias, cansada de hablar. ¿Hablar de qué si nadie me escucha? Es inútil hablar, hay que actuar y nadie quiere hacer nada. Me he cansado de hablar, de discutir, hay que actuar. Los problemas son estos y para solucionarlos hay que admitir que existen y tomar medidas”.

Gianni Infantino, presidente de la FIFA, pidió un cambio legislativo. La semana pasada, la FIGC anunció cambios en el sistema de la lucha contra la violencia y el racismo. Hasta ahora, la responsabilidad de los actos racistas y violentos de la hinchada recaía en los clubes. Es decir, el juez de competición deportiva sancionaba a los clubes con multas y cierre de estadio o de algunos sectores del estadio. Eso se convertía en un arma más para los grupos ultras que iban chantajeando los clubes [como en el caso de la Juve]: «o nos dais entradas o coreamos canticos racistas para que os cierren el estadio». A partir de ahora, la responsabilidad será personal. Es decir, si los clubes consiguen identificar y expulsar a los hinchas que adoptan comportamientos violentos, racistas o no aceptables, ya no serán sancionados. Para eso, sin embargo, hay que aplicar un reglamento disciplinario interno e invertir dinero en sensores de audio y cámaras [el Udinese, por ejemplo, ha invertido en algunas con reconocimiento facial].

El Chelsea, tardó seis meses en identificar al hincha que profirió insultos racistas a Raheem Sterling. En el Cagliari, nadie pareció haber escuchado siquiera los buuuu racistas a Lukaku. El Brescia, cuyo fondo se dedicó a insultar a Pjanic [zingaro, gitano] durante el Brescia-Juve, tampoco ha oído nada. Ni los altavoces del estadio llamaron la atención de los ultras, ni nadie del club ha tomado medidas para buscar a los responsables.

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