Fulgor de sal amarga
Se impone, allende el lamento, insistir en la lectura del Quijote de Miguel de Cervantes y en la Historia Verdadera de Bernal Díaz: en el caso de la mejor aventura jamás contada, la del Caballero de la Triste Figura, porque es abril y al llegar el día 23 con San Jorge se conmemora la muerte del genio que lo inventó (y también la muerte en otro calendario de un tal Shakespeare) y en el caso de la crónica escrita por un soldado memorioso (que es al mismo tiempo, novela) porque quien lo lea o relea por estos días andará los párrafos con la vista leyendo escenas que transcurren hace exactamente 500 años. En ambos casos, la lectura o relectura se impone por obligada prudencia ante la ignorancia y por puro asombro ante la amnesia.
De niño, en un bosque de infancia que viví en otro idioma, a mi madre le leían en voz alta las andanzas de Alonso Quijano el Bueno y también las Cartas de Hernán Cortés combinadas con una lujosa edición –empastada en madera—de la detallada bitácora de Bernal. Mi madre había sufrido una trombosis cerebral antes recién casada y mi infancia es la lenta recuperación de su memoria, pero también el milagro de ser testigo participante de cómo pasó ella misma a leer esos libros en voz alta y luego, cederme el obsequio de intentar leerlos yo mismo. Sin embargo, desde la infancia se me enredaban las tramas y puedo asegurar ya sin tanta vergüenza que hubo un tiempo en que podría jurar que Sancho acompaña a Don Quijote en una aventura sinpar para escalar el Popocatépetl en busca de azufre o la luminosa mañana en que el Capitán Cortés confunde unos templos en Cholula con inmensos gigantes de cráneo en cono; está la noche en que Bernal baja como espeleólogo a la Cueva de Montesinos y el viaje de Pedro de Alvarado a lomos de Clavileño, volando por las nubes en la batalla de Nochistlán y los miles de indígenas capitaneados por Caballeros Águila y Jaguar que se enfrentan a la hueste de Pentapolín y Caraculambrio, sin saber que eran cabras y ovejas de una ensoñación que ha de prolongarse con el tiempo hasta el Sol de hoy en que sigo acudiendo a Cervantes y Bernal para paliar la llegada de la enrevesada primavera en que una vez más se multiplican las opiniones, apreciaciones y conclusiones entorno a la fascinante confusión entre el ensueño y la realidad, sin apuntalar lo mucho que no haría de bien volver a leer el pretérito con la mirada limpia y el ánimo encendido en viajar al pasado para entender con prudencia y lucidez el presente… y fertilizar el futuro, tal como cada amanecer en el que un caballero andante intentaba conquistar el mundo más allá de la Mancha o la callada traducción de sabores, miradas y maneras con las que un soldado cronista intentaba mirarle los ojos a los hijos del Quinto Sol.
Debo a un arcángel la evocación de un poema de Papá Eliseo Diego donde le reza a Miguel de Cervantes, padre nuestro en el idioma y en la entraña, el lamento de una vida de Apenas pan,/algo de cárcel,/y no se vive de esperanzas:/la sonrisa que nos abriga/fulgor será de sal amarga y tengo para mí que es como desearle el mínimo consuelo de que sea leído así pasen los siglos y que su presencia vuelva latente –por lo menos, cada abril—como deseo que también suceda con la crónica de Bernal, memoria en papel de un prodigioso instante en que la utopía de un mundo nuevo se volvió palpable con la invención de México.