La OTAN cumple 70 años y se reinventa para sobrevivir al siglo XXI
EL ANILLO NARANJA que rodea cada misil indica que es un arma de guerra. El interior de su pulida carcasa aerodinámica está repleto de explosivos. Si fueran de entrenamiento, estos proyectiles inteligentes irían pintados de azul. No lo son. Matan. Cuatro van adosados a las alas de cada uno de los F-18 españoles en misión de la OTAN en Estonia, Letonia y Lituania. Listos para combatir sobre el Báltico con los cazas rusos si estos rebasan sus corredores aéreos, no se identifican o ignoran las llamadas del centro de vigilancia del espacio aéreo, situado en un búnker en la aldea lituana de Karmélava. En caso de enfrentamiento (siempre como defensa, según las reglas de la Alianza), dos de estos misiles, orientados por infrarrojos, perseguirían los motores del avión enemigo, y la otra pareja, guiada por su propio radar, buscaría el mismo objetivo: derribarle.
Desde el instante en que han sido alertados por una sirena que hiela la sangre en la aislada base de Šiauliai (Lituania), bajo el código alfa scramble de reacción inmediata, los dos pilotos españoles de guardia han tenido un máximo de 15 minutos para alcanzar el cielo y placar al intruso. Llegar hasta él, identificarle y obligarle a abandonar este espacio aéreo patrullado por la Alianza Atlántica desde 2004. La misión responde a la petición de apoyo de los Estados bálticos, tres de sus aliados más indefensos, que se independizaron de Rusia en 1991 e ingresaron en la organización en 2004, como un salvavidas para su integridad territorial (al menos en el imaginario de la mayoría de sus habitantes). Y después, rezar para que el incidente no escale a la categoría de conflicto.
Es un peligroso juego del gato y el ratón. Aquí, en el Báltico, uno se da de bruces a diario con la provocación militar. ¿Cuánto tardan los aviones del adversario en responder a una alarma, cómo van armados, hasta dónde están dispuestos a llegar? “Al tomar decisiones en situación límite, un aviador de combate no puede ponerse nervioso. Tiene que ser de hielo. Y gestionar datos. En eso consiste un avión de combate. Es por la frialdad que te da el conocimiento, el entrenamiento, la preparación… y la certeza de la que se puede montar si te equivocas”, explica el teniente coronel jefe del contingente.
Eso ocurrió en agosto de 2018, cuando un piloto español disparó por error un misil Amraam en Estonia, durante un ejercicio a solo 50 kilómetros de Rusia. Nadie quiere hablar del suceso en la base de Šiauliai. Tampoco en el cuartel general de la OTAN, en Bruselas. El incidente no tuvo consecuencias, pero un año después el proyectil no ha sido encontrado. Las autoridades estonias sentenciaron tras la investigación: “El misil fue disparado accidentalmente como resultado de que el piloto no cumplió con las normas de seguridad”.
Otro de esos aviadores españoles, un teniente de menos de 30 años y un físico de atleta, que durante su vigilia de alerta de 24 horas no se desprenderá de su equipo de vuelo ni de su traje isotérmico (una asfixiante segunda piel para sobrevivir en caso de ser derribado sobre el mar Báltico), explica que después de tres meses de misión, esta “policía del aire” es capaz de actuar “en menos de nueve minutos”. Y añade que en los últimos meses los aparatos de la OTAN (británicos, húngaros y españoles) destacados en este territorio han interceptado una treintena de aeronaves militares rusas, desde aviones de reconocimiento y transporte hasta cazabombarderos Su-27.
La tensa rutina de sus patrullas transcurre en el eje (más bien la pinza) de 1.000 kilómetros que separa Kaliningrado (un enclave ruso en territorio polaco, donde hay desplegados misiles con capacidad nuclear y que Occidente intenta no sobrevolar, “para no escalar la situación”) de San Petersburgo, la ciudad natal de Putin, que cuenta con una de las bases aéreas más activas de Rusia. Desde la anexión ilegal de la península ucrania de Crimea por parte de Rusia, en 2014, las relaciones entre la Federación (Rusa) y la Alianza (Atlántica) viven su peor escenario en más de 30 años. Ese acto fulgurante de fuerza, que trituró todos los acuerdos de inviolabilidad de las fronteras; menos que una guerra y más que un incidente; en el que se combinaron medios militares convencionales con operaciones especiales, propaganda y ataques cibernéticos, pilló a Occidente por sorpresa. Y a su caja de herramientas de defensa colectiva (la Organización del Tratado del Atlántico Norte), fuera de juego. Era la materialización de la “doctrina Guerásimov”, la guerra del siglo XXI, acuñada por el general ruso del mismo nombre. Falló la inteligencia (apenas compartida por los miembros de la Alianza y uno de sus puntos débiles). Nadie lo esperaba. El general Fernando Alejandre, hoy jefe del Estado Mayor de la Defensa, recuerda cómo la incursión en Crimea cogió a la Alianza con el paso cambiado. Él era su jefe de logística con sede en Mons (Bélgica). “Hasta ese día, todo mi trabajo estaba centrado en sacar a la OTAN de Afganistán. Tras la anexión de Crimea, en horas, me ordenaron desempolvar los planes militares del este de Europa anteriores al deshielo y documentar todos los aeródromos, depósitos de armas y de carburante, puentes y carreteras para cualquier contingencia”.
Tras la caída del Muro y la desaparición del Pacto de Varsovia, Rusia había pasado de ser el superenemigo a un cómodo rival con los colmillos limados. Los antiguos aliados de la URSS en Europa habían desertado de sus filas y nutrido las de sus viejos enemigos, con su ingreso en la Alianza y la Unión Europea (siempre en ese orden, primero lo militar, como palanca de lo segundo, lo económico). En 1991 la Alianza tenía 16 miembros; hoy son 29. Sin olvidar a sus “socios globales”, localizados en los rincones más calientes del planeta, como Japón, Australia, Corea del Sur o Colombia.
De los tradicionales satélites de la URSS solo quedaban en 2014, como aspirantes a abrazar la OTAN, Georgia y Ucrania. Y la Alianza se lo había prometido en la cumbre de 2008. Era demasiado para Putin. Ucrania era su último airbag frente a Occidente. “No quería a EE UU estacionado en su patio trasero. Entró en Ucrania para que no se le adelantara la OTAN”, explica un alto cargo militar de la Alianza. “Y Occidente ya es plenamente consciente de que tiene voluntad de poder global”. Rusia no se contenta con ser “una potencia regional”, como la definió en su día con arrogancia Obama. “Es carnívora”, afirma un antiguo embajador español en la Organización del Tratado del Atlántico Norte que continúa, “y ha sido el revulsivo para que la Alianza (y también la UE) se ponga las pilas”. Para un alto militar español, “a Putin le tendría que poner la OTAN un monumento, porque con su invasión en Crimea ha logrado que la organización abandone su indefinición y se dedique a lo que sabe hacer: la disuasión. Y se abra un debate sobre su utilidad”.
—¿Y para qué sirve?
—Debe seguir siendo una póliza de seguros en materia de seguridad para sus miembros.
William Cohen, secretario de Defensa de EE UU con Bill Clinton, expresó una idea similar: “La OTAN es como una compañía de seguros, por una modesta prima no solo te protege en caso de fuego, sino que hace más difícil que se declare. Y la UE debe ser una garantía añadida por si EE UU decide no actuar”. Lo recalca la española Carmen Romero, adjunta al secretario general de la OTAN: “La prevención siempre será mejor que la intervención”.
La Alianza contraataca. Los aliados no están dispuestos a que Rusia vuelva a cogerles con la guardia baja, ya sea en el Báltico o el mar Negro. Los expertos hablan de una segunda Guerra Fría. Donde todo vale: desde el uniforme hasta el chándal de nerd informático; desde la guerra espacial (futuro teatro de operaciones) hasta las armas nucleares, en peligrosa proliferación tras saltar por los aires los tratados diplomáticos que limitaban su desarrollo y despliegue desde los ochenta (como el INF, de misiles de medio alcance, que expiró a comienzos de agosto). Sin dejar de lado un peligroso ejército virtual de noticias falsas (a las que el diplomático Alejandro Alvargonzález, hasta hace un mes número tres de la Alianza, define como “armas de difusión masiva”).
Los problemas se acumulan. Al tiempo que el líder histórico de la Alianza, EE UU, por boca de su presidente, Donald Trump, la califica de “obsoleta”, arde sin llama su flanco sur, entre el Mediterráneo, Oriente Próximo y el Sahel, con sus Estados fallidos, una persistente amenaza yihadista e imparables flujos de migrantes. Un cúmulo de situaciones que no se pueden corregir de forma puramente militar. Todo puede ocurrir en materia de seguridad. Vivimos la era de la incertidumbre. Contemplando dos F-18 españoles atronando hacia la pista de la base lituana de Šiauliai (que hace solo 30 años era una de las más activas de la URSS), para llevar a cabo una operación con munición real, uno piensa que este conflicto no es tan frío como lo titulan los analistas. Está en ebullición.
Desde la anexión ilegal de Crimea, las relaciones entre Rusia y la OTAN viven su peor escenario en más de 30 años
Verano de 2019. Bruselas. La Alianza cumple 70 años. En el bulevar de Leopoldo III aún es posible visualizar la OTAN del antiguo régimen, la de la primera Guerra Fría, en la imagen de su viejo cuartel general de finales de los sesenta, un puzle medio abandonado de hormigón sucio rodeado de muros y alambradas. Esa Alianza caducó en 1989, con la caída del Muro y el ocaso de la URSS. “Y debía haberse disuelto, tras haberle agradecido los servicios prestados”, sentencia el analista y militar retirado Jesús A. Núñez Villaverde. Por el contrario, sin un enemigo aparente, trató de reinventarse. En especial tras el 11-S, cuando los aliados salieron en defensa de EE UU. Pero ¿quién era el enemigo? ¿Dónde estaba? ¿Cómo protegerse de él? El objetivo fue Afganistán, donde los aliados acumularon más de 100.000 efectivos (aunque los tiros los pegaran básicamente los americanos).
Más allá de su motivo fundacional en 1949, que era la defensa de los países del Atlántico Norte (más Turquía), a través del artículo 5 del Tratado (que establece que un ataque contra un Estado miembro es un ataque contra el conjunto de aliados), la Alianza se iba a dedicar a hacer de todo y por todo el mundo. Ese sería su teatro de operaciones. Una organización sin fronteras. Buscando a los malos e intentando ganarse sus mentes y corazones más que batirse con ellos. Pasaba de ser una alianza defensiva a una organización de seguridad. La cuestión ya no era pegar tiros, sino arreglar el planeta. Todo valía para reinventar el club. Desde gestionar crisis hasta proyectar estabilidad y democracia. Aunque nadie se lo pidiera.
No estaba preparada, carecía de un componente civil. Y tampoco estaba concebida para desplegarse. El fracaso en Afganistán fue la comprobación de una dura realidad: No era fácil pasar de lo militar a lo civil; de la guerra a la cooperación; del enfrentamiento a exportar civilización. Para el soft power estaba mejor dotada la herbívora Unión Europea, capaz de manejar la zanahoria y no solo el palo; y aplicar la cooperación, entrenar y pastorear el tránsito a la democracia de los Estados débiles.
Ese será posiblemente el futuro papel en materia de seguridad de la UE; que desempeñará de una forma cada vez más autónoma de Estados Unidos. Y muy centrada en África. Para ello, necesita voluntad política, militar e industrial (ya se ha dotado de un Fondo de Defensa con 13.000 millones de euros). Especialmente tras el abandono de la Unión del Reino Unido, que representa una crisis y también una oportunidad de crear un auténtico pilar de seguridad europeo. Sin embargo, nadie espera que la UE sea operativa antes de 10 años. Y muchos dudan que actúe algún día con licencia para matar.
En el mismo bulevar de Bruselas, cruzando la autopista, se alza desde 2018 la OTAN del futuro. Presidida por la imponente rosa de los vientos de bronce que en los cincuenta fue erigida como su símbolo. El nuevo cuartel general es un inmenso complejo de 250.000 metros cuadrados de cristal y acero con aspecto de terminal de aeropuerto y estrictas medidas de seguridad. Cada aliado tiene aquí una estructura diplomática y militar propia (una responde a su Ministerio de Exteriores, y la otra, al de Defensa) que se relaciona con el resto de aliados a nivel diplomático, militar y a través de decenas de comités. Todo es secreto. Antes de acceder a la Representación Permanente de España dentro del cuartel general, custodiada por la Guardia Civil, hay que entregar el móvil.
“Hemos estado con nuestros tanques a nueve kilómetros de la frontera con Rusia; de allí no conviene pasar”
Es la OTAN de la segunda Guerra Fría. Por su patio acristalado, el Ágora, transitan discretos funcionarios de paisano y uniforme de los 29 países miembros. Aquí trabajan en torno a 4.000 personas. Altos mandos militares españoles coinciden en que es una estructura “sobredimensionada, lenta e ineficiente”. Estados Unidos paga más del 25% de los gastos del club, y su presupuesto de defensa es el 75% del de la suma de todos los miembros de la OTAN. Si se añade el del Reino Unido, más del 80%. Durante 70 años Europa ha sido un protectorado americano. Y la Alianza, un invento anglosajón. Que nació, según su primer secretario general, el británico Lord Ismay, “para mantener a los rusos fuera, a los americanos dentro y a los alemanes abajo”.
En Bruselas nadie duda de que lo va a seguir siendo. Pocos miembros cumplen la norma fijada por Obama (y vociferada por Trump) de que cada uno destine el 2% de su PIB al gasto en defensa. España no llega al 1%. “Sin embargo, no todo se puede medir con ese mero porcentaje que nos exigen (y al que no llegaremos nunca)”, analiza el general de cuatro estrellas Félix Sanz Roldán, hasta hace un par de meses director del servicio de inteligencia español, “porque hay países de la Alianza que solo reclaman seguridad (los del Este) y otros que la suministran, como España, que está en todas sus misiones y es uno de sus socios más comprometidos (y que más inteligencia sobre el norte de África proporciona)”. Tampoco conviene olvidar que Ceuta y Melilla no están cubiertas por el paraguas de la OTAN. Nadie explica el porqué.
Este edificio es una de las pocas propiedades de la Alianza. No tiene ejército propio. Ni un arsenal nuclear. Apenas los aviones de reconocimiento AWACS, una red física de comunicaciones (para burlar los ataques por Internet), drones para el control de fronteras, una red de oleoductos y algunos centros para el control del espacio aéreo (como el CAOC, de Torrejón de Ardoz). La OTAN no es militar, es civil; no es un ejército, es un sistema. Está dirigida por diplomáticos y es, básicamente, un foro político. Un lugar de encuentro entre Europa y EE UU. Del acuerdo entre sus representantes (la unanimidad es la norma clave de la organización) brota una guía política, un inventario de obligado cumplimiento, de lo que cada miembro debe poner a disposición de la Alianza en medios y sistemas de armas. Tantas fragatas, tantos carros de combate, tantos cazas, tantas unidades. España aporta en torno al 5% de las capacidades. Esa fuerza latente es dirigida desde Bruselas por una estructura permanente, internacional e integrada (al mando de un general americano) que estandariza, homogeneiza y unifica la forma de actuar, el lenguaje (un laberinto de siglas), las comunicaciones (con satélites propios) y el material (desde la munición hasta el combustible) de todos los ejércitos de la Alianza. Y los entrena en ejercicios conjuntos a las puertas de Rusia. “Hemos estado con nuestros tanques a nueve kilómetros de su frontera; de allí no conviene pasar”, explica un oficial de infantería español.
El campo de maniobras de la base militar de Adazi (Letonia), a 200 kilómetros de Rusia, despide un cierto aroma irreal. Los poderosos carros de combate Leopardo (es la primera vez que España envía tanques fuera de sus fronteras) y un grupo de zapadores con equipo de combate y minas antitanque se mueven penosamente por un terreno pantanoso, cubierto de coníferas y vegetación baja al encuentro de un enemigo imaginario. Cuando llegue el invierno, esto se cubrirá de nieve. Los soldados españoles (unos 400) forman parte de uno de los cuatro Grupos de Batalla de la OTAN (bautizados en el argot de la Alianza como Presencia Avanzada Reforzada) con 5.000 efectivos y centenares de blindados, estacionados en Estonia, Letonia, Lituania y Polonia (este último bajo control americano). Representan desde 2016 la primera respuesta militar de la Alianza a Rusia tras el incidente de Crimea. Y el primer cortafuegos ante una incursión como la de Crimea. “En caso de invasión, tendríamos que aguantar una semana, incluso con equipos NBQ (frente a ataques nucleares, bacteriológicos y químicos), hasta que llegara la Fuerza Conjunta de Muy Alta Disponibilidad de la OTAN, que podría concentrar aquí 30.000 soldados con apoyo aéreo, marítimo y de operaciones especiales”, explica un teniente coronel español.
La OTAN no es militar, es civil; no es un ejército, es un ‘sistema’. un lugar de encuentro entre europa y EE UU
El batallón del que forma parte España suma 1.500 soldados de Canadá, Italia, Eslovenia, Albania y República Checa. Su base, instalada sobre un antiguo cuartel soviético (en el que uno se topa con tanques de los setenta cubiertos de óxido), ha sido modernizada en tiempo récord. Todo está en obras. Hay sofisticados equipos de comunicaciones y guerra electrónica. Pronto será activado como cuartel general de la División Norte de la OTAN, una gran unidad multinacional que permanecerá en suelo báltico para disuadir a Rusia. La División Sur está estacionada en Polonia. Entre ambas cubren el Báltico.
En una ocasión dijo Winston Churchill: “Solo hay una cosa peor que luchar junto a tus aliados y es luchar sin ellos”. “El secreto para disuadir está en la unidad de los miembros de la Alianza. Y eso fue evidente en la Guerra Fría. Con unidad transmites influencia, y eso te lo da defender unos valores democráticos y no unas simples fronteras”, explica el embajador Alejandro Alvargonzález, que durante tres años ha sido algo así como el ministro de Exteriores de la OTAN. “Por eso, si la unidad se tambalea, no hay disuasión”.
En el momento en que cumple 70 años, la OTAN comienza a sufrir fatiga de materiales. Algunos analistas lo achacan a su desordenada reinvención y a su ampliación precipitada hacia el este. La Alianza está fragmentada. Entre el norte y el sur; entre los incondicionalmente agradecidos a EE UU (los del este) y los que persiguen una Europa de la defensa. Entre los que consideran a Rusia el enemigo (sus antiguos satélites) y los que, por el contrario, pretenden mantener con ella una relación especial, sobre todo en el ámbito energético, como Alemania, Francia o España. Con Turquía como un socio inseguro. Y el Reino Unido mirando cada vez más hacia América. El futuro de la Alianza es incierto. Como el del mundo.
La buena noticia es que no todos creen que Rusia esté interesada en un conflicto armado: “La guerra se hace con dinero y Rusia no lo tiene: su PIB es equivalente al de Italia o España, y depende del petróleo que bombee”, reflexiona el coronel retirado Pedro Baños, considerado prorruso en círculos conservadores. Otros expertos estiman inviable una invasión rusa, como el general Sanz Roldán: “La diferencia de potencia y tecnología con la Alianza es tremenda, por lo que nunca habrá un enfrentamiento convencional. Sin embargo, los rusos han descubierto el ámbito cibernético, y ahí están llevando ventaja (como China en el ámbito del 5G frente a EE UU). Y es muy difícil activar el artículo 5 de defensa mutua por un ataque cibernético. ¿Quién demuestra de dónde procede, cuando siempre son operaciones secretas?”. El embajador Alvargonzález concluye: “Rusia no va a atacar, pero está desestabilizando el mundo, agrietando la Alianza y extendiendo la incertidumbre. Putin teme nuestro modelo de sociedad democrático. Y sus agresiones están siendo de género híbrido y cibernético. Sabe que si fueran de carácter convencional, no le saldría gratis. Tenemos que prepararnos para ese nuevo escenario. Ahí es donde se va a librar la batalla”.
“Hay que entender a Putin: está provocando a la Alianza para consumo interno en su país, para contentar a sus ciudadanos y mantener su imagen de gran potencia”, afirma Félix Arteaga, investigador principal del Real Instituto Elcano. “Está creando problemas en Siria, Libia, Irán o Venezuela para satisfacer a su audiencia”. Una estrategia similar a la de Donald Trump con sus bravatas populistas, orientadas a su reelección. Según un alto cargo de la OTAN, “Trump es un empresario y piensa que la industria militar americana debe liderar el mundo. No es un belicista, es un armamentista, y sabe que el complejo industrial-militar es clave para su país. Y por eso no quiere a la UE con una industria de defensa propia. Y les fuerza a que consuman sistemas de armas americanos. Sus fricciones con la UE son comerciales, no estratégicas. Trump tiene una visión economicista de la seguridad, que no está basada en principios y valores, sino en ‘cómpreme a mí las armas’. Es lamentable”.
La OTAN cumple 70 años. La invasión de Crimea le ha dado una razón para existir. Y pronto sabremos si sirve para algo o es, simplemente, un zombi.