Populismo folkórico y quimeras patrióticas
«Populismo folklórico”. Esta es la etiqueta que el expresidente colombiano Juan Manuel Santos ha puesto a la apelación del presidente mexicano López Obrador al Rey de España para que presentara excusas solemnes por las atrocidades cometidas por los conquistadores españoles en su país. El populismo está en todo y con él la retórica patriotera. López Obrador, que viene desconcertando a los mexicanos porque ha dado tantos bandazos que ya no saben dónde ubicarlo ideológicamente, ha echado mano de los iconos del victimismo y, en una España en plena campaña electoral, ha encontrado simetría en las respuestas, en defensa del orgullo nacional herido.
En tiempos de mudanza y desconcierto, la apelación a los valores patrios ayuda a los responsables políticos a disimular su incompetencia. Y por eso la proclama del presidente mexicano ha sido acogida con el despliegue de todos los tópicos sobre la grandeza del imperio y los valores de la conquista. En medio del ruido, ha sido el escritor argentino Martín Caparrós quien ha llevado el debate al terreno de la racionalidad, con una reflexión que no tiene desperdicio: “Creo que toda esta cuestión forma parte de una ambigüedad básica de muchos de nosotros: sentirse y declararse latinoamericanos y apoyar causas aborígenes, pero hacerlo en español, la lengua de los colonizadores, nuestros ancestros”. Es de esta complejidad que están hechas las personas y con ellas los países, fruto de largos procesos históricos, incompatibles con el simplismo de los que utilizan el pasado para mejor disponer a la ciudadanía en torno a sus ambiciones de poder.
Fruto de cruces genéticos, de peripecias inscritas en largas historias que no escogimos y de infinitos impactos recibidos en los períodos de formación, adaptación y aprendizaje, los humanos somos un montón de contradicciones. Y esta realidad es incompatible con la visión de aquellos que organizan el mundo en bloques presuntamente homogéneos, con sus modos y maneras de hacer convertidos en destino, ficciones al servicio de los intereses del presente. Pero mientras unos exigen que se les pida perdón, otros prefieren tomar la iniciativa. A caballo de la llamada globalización, asistimos a la revancha postcolonial, descrita por Pankaj Mishra, en que viejos países, especialmente del mundo asiático, disputan la hegemonía a Occidente, con armas que aprendieron de los colonizadores.
La conciencia de la complejidad de la que Martín Caparrós levanta acta, además de ser un ejercicio de honestidad, es el punto de partida para pasar de las confrontaciones de relatos históricos contrapuestos a un diálogo sereno y constructivo que permita compartir análisis y extraer enseñanzas de lo que pasó. Llevamos a cuestas unas pesadas cargas en la que se han ido depositando tierras de corrimientos diversos. Y, en la medida en que los relatos se construyen con la misma lengua, el choque de las imágenes y de las ficciones se hace más ruidoso todavía. Y si la petición de López Obrador es populismo folklórico, las derrapadas patrióticas hispánicas corresponden al populismo de la ignorancia, por mucho que se les otorgue rango de orgullo patriótico, con un ridículo que pretende hacer suyo un pasado de 500 años. Ahí está el ejemplo de Pablo Casado que en su día dijo: “Nosotros no colonizábamos, hacíamos una España más grande”. No hay mayor fuente de desvarío que la obsesión de manipular y adaptar la historia para hacer creíble un relato patrio.
El problema de los nacionalismos es que quieren reducir la complejidad a un discurso de unidad. Lo cual sólo se puede conseguir mutilando a la comunidad. No en vano las grandes naciones modernas se construyeron sobre la exclusión de grupos étnicos y la liquidación de infinidad de lenguas. España, sin ir más lejos, es hija de la expulsión de moros, moriscos y judíos y de varios intentos de homogeneizar culturalmente el territorio. El mito de la nación como territorio dotado de unidad trascendental es insostenible. Donde decía pueblo, pongamos ciudadanos, y crezcamos optimizando las contradicciones que nos constituyen, en vez de buscar la imposible adaptación a un inexistente espacio mental y moral común, que en su empeño en ser factor de cohesión y dominación se convierte en insoportable principio de reconocimiento obligatorio y de limitación de lo que se puede decir. La revolución laica progresa muy lentamente en las naciones, amparadas en la patria como lugar de lo sagrado, en España como en Cataluña, o en el México de Obrador.