Ayutla Mixe se ahoga de sed

Durante los últimos diez años, el motivo por el que las armas de alto calibre aparecen en las regiones montañosas del sur mexicano no es otro que la amapola.

La marihuana y la tala ilegal, que dieran origen a los grupos criminales que se asentaban lejos de los centros urbanos, han pasado a segundo plano o se han fundido con el negocio que crece en torno del mayor opioide del planeta.

Tanto en Michoacán como en Guerrero y Oaxaca, son muchas las regiones cuya vida es violentada, erosionada y destruida por grupos asociados al crimen organizado, que en su actuar no solo generan destrucción y muerte al interior de las comunidades sino también entre las comunidades.

Fotografiada con gran angular, la imagen se vería así: el grupo criminal elige un sitio para asentarse, somete a sus pobladores, amenaza a sus vecinos, compra policías y autoridades municipales, se colude con autoridades estatales y, en demasiadas ocasiones, con federales. En otras palabras: todos ganan menos los pobladores originarios, quienes son desprovistos de sus tierras, sus bosques y sus fuentes de agua.

Pero cambiemos el objetivo de nuestra cámara. Dejemos el gran angular y coloquemos una telefoto que nos permita hacer un zoom sobre la sierra norte de Oaxaca, donde la generalidad esbozada en los párrafos anteriores se convierte en singularidad oprobiosa y volátil. Lo que vemos es San Pedro y San Pablo Ayutla Mixe, municipio mancomunado al de Tamazulapám del Espíritu Santo.

De ahí, de San Pedro y San Pablo Ayutla Mixe, es Alberta García Natividad, monolingüe en mixe y quién la noche del 5 de junio de 2017, en el área de urgencias del Hospital del ISSSTE de la Ciudad de Oaxaca, fue violentada por el fiscal Policarpo Fernando Acevedo Ramírez, quien de manera ilegal le realizó la prueba del radizonato de sodio.

Sin respetar su derecho a un intérprete y sin importarle tampoco que Alberta García Natividad estuviera siendo atendida por una herida que ponía en riesgo su vida, el licenciado impuso su algodón, buscando residuos de pólvora.

Lo que el fiscal quería era incriminar a Alberta, de 68 años, a pesar de que ese día —junto a otras seis personas— había sido herida de bala.

Quizá nos acercamos demasiado, así que alejemos la lente: lo que vemos, entonces, es a varias autoridades hostigando a los heridos —uno de los cuales: Luis Juan Guadalupe, falleció poco después—, como si fueran los culpables y no los agredidos.

No, no es suficiente: alejémonos un poco más, hasta ver el 5 de junio completo: cerca de las 11 de la mañana, un grupo de comuneros de Ayutla se dirigió, acompañados de tres elementos y una perito de la Agencia Estatal de Investigaciones, al paraje conocido como El Manantial, ubicado al este de su comunidad.

El objetivo era que las autoridades reconocieran el sitio, que había entrado en disputa legal pues, habiendo pertenecido históricamente a Ayutla, había sido tomado a la fuerza por habitantes de Tamazulapám, apoyados por un grupo armado de reciente aparición en la región y vinculado, no es difícil adivinarlo, a la siembra de amapola: de ahí las armas largas que, pronto, empezarían a tronar.

Quinientos metros antes de que los comuneros de Ayutla y las autoridades —que debían deslindar la demanda por El Manantial— llegaran al sitio del despojo, una cincuentena de habitantes de la población invasora cerró la carretera con piedras y palos, por lo que la comitiva se vio obligada a continuar a pie. A partir de entonces, en torno a los caminantes se alzó un coro de gritos e insultos, a los que siguió una lluvia de piedras, lanzada por los mismos hombres y mujeres que habían bloqueado su paso.

Los habitantes del municipio agresor no estaban solos aquel día; no lo habían estado, de hecho, desde hacía bastante tiempo: en las montañas y en los cerros que se alzaban a la izquierda y a la derecha del camino, empezó a escucharse el eco de las detonaciones. Y no eran armas cualesquiera. Se trataba de armas de alto calibre. Sorprendidos y asustados, los comuneros de Ayutla, entre quienes había mujeres, jóvenes y viejos, echaron a correr, preocupados, además, porque cuatro de sus mujeres habían sido retenidas por el grupo armado.

Hagamos zoom out otra vez: un año antes de los sucesos mencionados, tras una manifestación contra los ataques de Nochixtlán —manifestación inédita porque unió a diversas comunidades mixes, las cuales nunca habían marchado juntas— las tuberías que llevaban el agua desde El Manantial hasta San Pedro y San Pablo Ayutla amanecieron completamente destruidas. En aras de evitar el conflicto, los habitantes del municipio agredido decidieron no armarse, no responder a la agresión y reconstruir, con base en el tequio, las tuberías que habían sido destrozadas y que durante más de cuarenta años les habían llevado agua.

Unos cuantos meses después —en los que la autoridad se mostró, como menos, ominosa, y en los que la comunidad agredida buscó pacificar el conflicto con sus vecinos— las tuberías volvieron a ser destruidas. Otra vez, sin embrago, la asamblea de Ayutla optó por la vía pacífica, por continuar buscando una solución entre vecinos y por reconstruir su patrimonio a través del tequio. Del otro lado, sin embargo, los grupos criminales habían tomado el control y mandaban, ya no sólo en el municipio vecino, sino en otras regiones cercanas, sin que la autoridad hiciera nada.

Fue así como se llegó al 18 de mayo de 2017, día en que un grupo de habitantes de Tamazulpám, apoyados por miembros del grupo criminal que gobierna la región, no sólo volvió a destruir la infraestructura hidráulica de Ayutla sino que incendiaron parte del bosque y destruyeron las casas de varias comuneras. Aún así, los hombres y mujeres agredidos decidieron evitar el conflicto nuevamente y acudieron ante la autoridad de su estado, en busca de una solución legal.

Aunque el asunto es de una claridad evidente: El Manantial no entraba en el conflicto de lindes entre Ayutla y Tamazulpám, pues se encuentra a 800 metros del núcleo de la primera comunidad y ha pertenecido a ésta históricamente, la autoridad oaxaqueña actuó torpemente, decidiendo un peritaje de las tierras invadidas. Peritaje que, obviamente, es el mismo que se intentó llevar a cabo el 5 de junio y cuyas consecuencias ya he narrado.

Lo que no narré antes, sin embargo, fue esto otro, que nos deja ver un último zoom: las mujeres secuestradas el 5 de junio no fueron devueltas a su comunidad hasta 36 horas después. Todas ellas, por supuesto, mostraban signos de tortura física y psicológica, infligida por encapuchados, que no necesariamente eran sus vecinos.

Para que fueran liberadas, las comuneras de Ayutla debieron retener a varios policías, que se negaban a ir a Tamazulpám a hacer su trabajo. El resultado: el secretario de Seguridad Pública declaró haber interpuesto once demandas penales contra personas de Ayutla.

No creo que haga falta alejar o acercar más la cámara, como tampoco cambiar nuevamente la lente, para tener claro lo que sucede en San Pedro y San Pablo Ayutla Mixe, que es lo mismo que sucede en tantas otras regiones del sur mexicano: una autoridad ominosa o coludida y un grupo criminal asociados al tráfico de la amapola están destruyendo el futuro.

Ya sea porque arrasan un pueblo o enfrentan a una comunidad con otra —obligándolas a luchar por la tierra, el agua o los bosques—, la corrupción y la impunidad están acabando con todas las formas de subsistencia y, peor aún, las de resistencia.

La vida, en sus múltiples sentidos y significados, corre peligro en las montañas de México. Pero la amenaza que se cierne sobre Ayutla se cierne sobre todos los mexicanos.

Y es que la sed de Ayutla —desde 2017, la comunidad subsiste sin agua y, para colmo, se avecinan sequías— debe ser nuestra sed, porque lo que está en riesgo: una cultura, una lengua, una forma de estar en el mundo, conforma nuestra propia identidad compartida.

Ahora bien, ¿cómo apoyar la lucha de un pueblo que además de estar solo ha sido criminalizado? Para empezar: rompiendo el cerco que les ha sido impuesto y exigiendo justicia, es decir: repitiendo su nombre y solicitando que les devuelvan el agua. Para seguir: señalando a los criminales reales: el abandono, la impunidad y la violencia.