Cabezas y cinta métrica
La victoria de España en la recién disputada Eurocopa Sub-21 ha venido a demostrar que el talento continúa brotando de las canteras nacionales como en prácticamente ningún otro lugar del planeta. Nuestros futbolistas siguen sin ser los más altos ni los más fuertes, tampoco los más rápidos ni resistentes, pero su capacidad para relacionarse con el balón —y entre ellos— se mantiene por encima de una media imposible, esa que no puede calcularse porque no hay manera de incluir la inteligencia o la intuición en una fórmula matemática. Por eso siguen la báscula y la cinta métrica ganando terreno en la captación de nuevos productos: porque resulta casi imposible contradecir a los números, que son los mejores amigos de quienes se manejan en este negocio despreciando la magia.
Esta misma semana, Óscar Ruggeri volvía a la carga en su guerra contra el menottismo, que no es otra cosa que la defensa del talento futbolístico por encima del atlético o el militar: a uno no lo apodan Cabezón en vano, supongo. Sostiene el retirado defensa que los dramas de la albiceleste parten de cierta crisis identitaria, de la ausencia de marcialidad, de ser menos argentinos que él y los demás héroes del 86. Las soluciones de quienes acumulan más recuerdos que ideas suelen orillar en esos lares, obsesionados con las concentraciones de testosterona y la genética abrasiva. ¿Cómo va a preocuparse por la falta de talento quien construyó una carrera más o menos exitosa sin ninguno especial?
Sudamérica es, a día de hoy, un erial en términos puramente futbolísticos. Aquellos dribladores de favela, aquellos ojos listos de potrero, están desapareciendo en favor de perfiles más rocosos, mecanizados… Germanizados hasta el extremo cuando la propia Alemania ha optado por hispanizar la naturaleza de sus convicciones. Quienes hoy nos explican los continuos fracasos de la albiceleste desde axiomas fraudulentos no serían capaces de destripar la reciente victoria de España por idénticas razones. El fútbol, ese arte que tan bien practican tipos como Marc Roca, Fabián o Dani Ceballos, es un deporte diferente al que fingen amar quienes sostienen que las victorias llegan a base de apretar los puños y hacer gala del DNI, como Ruggeri y tantos otros.
Con esta manera de entender la modernidad como una vuelta al pasado tiene que ver la dimisión de Jordi Mestre como vicepresidente deportivo del Fútbol Club Barcelona. Se va el principal valedor de Pep Segura, cada vez más discutido por el deterioro de la filosofía azulgrana y su apuesta inequívoca por la cultura del centímetro, las pulsaciones y el test de Cooper. Se va Mestre y tras él quedará una verdad indiscutible: la de un empresario de la hostelería metido a ideólogo futbolístico en un club donde, no hace tanto tiempo, hablaban de fútbol quienes sabían de fútbol. Y es que lo peor no es jugar a ser Johan Cruyff con una entidad centenaria sino sostener que el holandés es pasado y Segura futuro. No hay suficientes cintas métricas en el mundo para medir tamaña osadía ni cabezas que lo resistan, si acaso la de Óscar Alfredo Ruggeri.
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