La prensa y la opinión pública mexicana respiran al ritmo de la última declaración, exabrupto u ocurrencia de Andrés Manuel López Obrador, quien tomará posesión el 1 de diciembre. La exégesis de la anécdota y la autopsia del gesto ocupan el espacio de las tertulias de radio y televisión y llenan las columnas de los periódicos. Y ciertamente el folclore del personaje ofrece abundante material. El problema es que toda esta cháchara mediática ha servido para juzgar y condenar, de una vez por todas, una propuesta de Gobierno que en más de un sentido es quizá nuestra última oportunidad antes de llegar al límite que abriría el camino a una opción fascista.
Hay una falsa ilusión de normalidad porque en los barrios de clase alta y media la alta la criminalidad todavía está contenida (aunque cada vez menos). Pero el 80% de la población vive en zonas en donde la desesperación frente a la inseguridad y la impunidad están provocando una rebelión desde abajo.
En Guadalajara se roban kilómetros de cables del alumbrado de las calles y de las escuelas públicas, en Puebla descarrilan trenes para robarse unos kilos de frijol y arroz, los linchamientos en contra de presuntos delincuentes son cada vez más frecuentes, las autopistas son tomadas todos los días por comunidades exasperadas por alguna infamia, los feminicidios de adolescentes van en aumento, las extorsiones a comercios y restaurantes se han generalizado, las fuerzas de autodefensa proliferan. En fin, miles de personas son asaltadas cada día y más de veinte mil son asesinadas al año, una cifra que va en aumento. Muchos mexicanos en amplias zonas del país tienen la sensación de que el Estado ha perdido la batalla y comienzan a actuar en consecuencia.
Para decirlo rápido, se han gestado en México las condiciones de manual que predisponen al arribo de un régimen de mano dura; llamase dictadura, junta militar o democracia de corte fascista como la que parecería abanderar Jair Bolsonaro en Brasil.
Tras la caída del sistema presidencialista de partido único (PRI) que gobernó en México a lo largo del siglo XX, el país exploró la democracia recurriendo a las opciones de derecha con el PAN en 2000 y en 2006, y del centro con el regreso del PRI en 2012. Y si bien se logró una modernización de instituciones y de la economía, fueron Gobiernos que se avocaron a la pequeña fracción del México emergido. La tesis durante estos 18 años fue que los sectores punta vinculados a la globalización harían las veces de una locomotora capaz de arrastrar al país y sacarlo de la pobreza y el rezago de manera automática. Lo que ha sucedido es que el enorme convoy de vagones desatendidos y oxidados terminó por afectar a la poderosa locomotora. La pobreza, la desigualdad, los privilegios y la frivolidad de las élites, la corrupción, la ausencia del Estado de derecho y la inseguridad pública finalmente han pasado factura y amenazan con hacer descarrilar el tren. La globalización hizo posible que cualquier miembro de la clase media pudiera encontrar en un supermercado veinte marcas de agua embotellada, pero no impidió que en los barrios de miseria tuvieran que seguir acarreándola en cubetas desde alguna lejana toma.
López Obrador llega a la presidencia hablando de mejorar las vías, los vagones abandonados, trasladando recursos antes orientados a la locomotora (un aeropuerto de lujo, por ejemplo). Una tesis a contracorriente del discurso dominante de las últimas dos décadas. El sistema montado para legitimar la narrativa neoliberal ha respondido con rabia a las propuestas “populistas” del nuevo presidente electo.
Y desde luego, las peculiaridades del personaje han sustituido al debate de fondo y ofrecido todo tipo de municiones para la descalificación de su Gobierno de una vez y para siempre. A tres semanas de tomar posesión ya está armada la argumentación sobre el fracaso de su Administración.
No se trata de ofrecer al Gobierno de López Obrador un cheque en blanco, desde luego. La crítica puntual y honesta será absolutamente imprescindible para evitar excesos y abusos como en cualquier otro ejercicio del poder. No será fácil porque es un político hipersensible a la crítica. No podía ser de otra manera tras veinte años de ser víctima de la descalificación interesada y sistemática por parte de los medios y la opinión pública alineada a los poderes fácticos.
Solo habría que diferenciar la crítica que puede conducir a la mejoría de la gobernanza y no aquella que intenta convertirse en profecía cumplida, en desastre anunciado. Los agoreros del fracaso tendrían que estar conscientes de que se nos han agotado las alternativas; después de está solo queda el abismo. A diferencia del Cono Sur, México se salvó de pasar por una dictadura represiva en las últimas décadas.No la invoquemos ahora.