Hace poco más de un siglo, en el verano de 1908, Marcel Proust comenzó la redacción de un texto que no pretendía ser otra cosa que una respuesta a las ideas de Sainte Beuve, quien afirmaba que la obra de un escritor era el reflejo irremediable de su propia existencia.
En el camino, aquel escrito, que tras unas cuantas páginas tropezaría con una magdalena de mantequilla y ralladura de limón, reconfiguraría el entendimiento que tenemos de nuestros recuerdos —adelantándose a la neurociencia, que décadas después confirmaría muchas de las intuiciones del escritor francés— y se convertiría en una de las novelas más ambiciosas, paradigmáticas y radicales de la literatura moderna: En busca del tiempo perdido.
La ironía de este asunto, sin embargo, no estriba en que un texto que pretendía ser poco más que un comentario, acaso una polémica literaria, se convirtiera en una de las novelas de mayor belleza y extensión que hasta hoy se hayan escrito, sino en el hecho de que su transmutación —el motivo por el cual se volvió otra cosa— es un engaño de la memoria de Proust: la magdalena de mantequilla y ralladura de limón, antes de ser tal, fue de mantequilla y ralladura de naranja, y antes fue de ralladura de cidro.
Corrector enfermizo, el escritor francés dejó muestras de su carácter obsesivo no solo sobre las pruebas de imprenta de En busca del tiempo perdido —las cuales corregía una y otra vez, deteniendo en ocasiones los procesos de impresión, a riesgo de tener que asumir él mismo los costos—, sino también en las páginas del manuscrito original, sobre el cual rayaba, quitaba, corregía y añadía pasajes nuevos o modificados por completo —cuando el espacio en blanco se le terminaba, adhería a las hojas pequeños acordeones—.
Gracias a estos acordeones, sabemos que la madalena de Proust fue de varios cítricos, como ya dije, pero también —esto lo sabe la neurociencia, nos lo explica la neurociencia— que en el momento en el que recordamos el sabor de algo, olvidamos cómo sabe realmente ese algo. Por supuesto, no se trata de un asunto limitado al olfato: lo mismo nos sucede con el resto de los sentidos. Para decirlo de otra manera: en el momento mismo en que recordamos la forma, el aroma, el tacto o el sonido de algo, olvidamos cómo es realmente la forma, el aroma, el tacto o el sonido de ese algo.
Mientras más recientes son nuestros recuerdos, es decir: mientras no se han terminado de consolidar como recuerdos, sus bordes permanecen en constante modificación, pues tienen que acoplarse y readaptarse, en todo momento, a nuestro presente: esa eterna construcción. Como Proust encerrado en la imprenta, nuestro presente añade notas, suma pasajes, modifica renglones y adhiere acordeones a nuestro pasado: de ahí que, para convivir de mejor forma con lo que sabemos o creemos que sabemos, nuestras remembranzas hagan que las cosas que vivimos nos parezcan mejores de lo que realmente fueron.
De ahí, también, que sea tan fácil engañarnos sobre una realidad determinada: nuestros recuerdos no son como la ficción, son, en una palabra, ficción. La memoria es el primer editor de la vida. O lo que es lo mismo: tenemos que recordar de manera deformada, para poder creer que recordamos. Y para darnos la satisfacción o las satisfacciones que nuestro presente anhela extraer de nuestro pasado. Por esta razón y no por otra es que tanta gente se aferra a la manida, torpe y conservadora idea de que todo pasado fue mejor.
Como también es por esta idea que buscamos engañarnos —recuerden al niño descrito por Freud, que se escondía sus juguetes para sentir la emoción de encontrarlos— y nos negamos a los cambios que el presente anuncia de golpe. O, más bien, que nos negamos a los cambios que el presente anuncia de golpe, cuando éstos se refieren a nuestros recuerdos, a nuestra experiencia de presente o a nuestro ámbito más inmediato.
Solo así podemos explicar uno de los fenómenos de mayor contradicción que hoy enfrentamos como individuos, pero también como sociedad: queremos que todo cambie —en política, por ejemplo; tras las últimas elecciones y el cambio de régimen, por ejemplo— hasta que los cambios alcanzan nuestro ámbito, nuestra experiencia, nuestros recuerdos inmediatos. Y es que, entonces, no todo estaba mal.
Invirtamos los términos del viejo poema de Brecht: “Primero vinieron por los huachicoleros, y yo no dije nada / porque yo no era huachicolero / luego vinieron por los contadores de Hacienda, y yo no dije nada / porque yo no era contador de Hacienda / luego vinieron por la selva, y yo no dije nada / porque yo no era la selva / luego vinieron por la cultura, y entonces hablé por mí”.
En los asuntos referidos a la cultura y a las políticas culturales, esta situación ha sido particularmente evidente: de pronto, para muchas personas para las cuales no funcionaba nada, lo único que en México sí funcionaba eran las editoriales del Estado, las bibliotecas, los museos, los apoyos para artistas, intérpretes, escritores, editores.
Qué conveniente puede ser la memoria, cuando habla en nombre de ella el presente; qué modificables los recuerdos, cuando éstos deben adaptarse a una nueva realidad. Ficción pura y dura, en pocas palabras. Obviamente, durante los últimos años, hubo cosas que se hicieron de manera correcta, como también muchas que no se hicieron así. El problema, sin embargo, no es éste: es creer que nuestro ámbito es el único que estaba bien, querer que solo nuestro espacio se mantenga inalterado.
El problema es desear y reclamar que los cambios afecten todos los ecosistemas, menos aquel que habitamos, que en este caso es el cultural. No se confunda nadie: esta no es ni pretende ser una defensa del estado actual de cosas ni tampoco del nuevo Gobierno.
Del otro lado de la comunidad artística, hay una autoridad que está actuando igual que los ciudadanos, con el agravante de ser, precisamente, la autoridad. Una autoridad que debería estar obligada a sentirse, declararse y demostrarse dispuesta a mejorar su relación con su memoria y sus recuerdos, asumiendo que ni todo estaba mal ni todas las experiencias del pasado fueron fallidas.
Una autoridad es esto, autoridad, cuando es capaz de reconocer que aquello que hubo antes también dejó cosas valiosas e importantes. No se puede ni se debe cortar de tajo, nunca y en ningún ámbito. Como también intuyó Proust y demostró después, otra vez, la neurociencia, si no somos capaces de recordar nada, la memoria deja de existir, si no somos capaces de recuperar fragmentos de pasado, el presente se diluye y deja, igualmente, de existir.
Que nos quede claro a todos: no se puede reducir a las personas, nunca —menos aún cuando te autodenominas Gobierno progresista—, a una masa de puestos que recortar. Como tampoco se debe, nunca —menos aún cuando te autodenominas militante de izquierda—, arrasar para imponer un nuevo estado de cosas, basadas, para colmo, en uno, dos o tres lineamientos. Las buenas ideas, como las buenas intenciones, por bien encaminadas que estén, por necesarias que sean, incluso, no son políticas públicas.
Estamos ante un momento de riesgo que se puede volver de peligro: si no actuamos con conciencia y con cuidado, tanto para los ciudadanos como la autoridad, por querer ser radicales, como Proust, terminaremos siendo reaccionarios, como Sainte Beuve —sin ni siquiera darnos cuenta—.
E insisto: hablo de todos los sectores. O lo que es lo mismo, de aquellos que quieren que todo cambie, de aquellos que no desean que se modifique nada y de aquellos que anhelan que todo, menos sus privilegios, se transforme —y digo esto gozando de varios de los privilegios aquí señalados.