Sabios, magos y reyes

El hombre que pasa casi inadvertido por la esquina del espejo fue el niño que vivió los primeros años de su vida a la sombra de una inmensa catedral negra en cuyo corazón, tras el altar, se guardan los restos de Melchior de Persia, Gaspar o Gathaspa del África ardiente y Balthazar de Babilonia. Duermen en una urna de oro, arca dorada donde quizá también estén los restos de Arkaban y otros magos sabios que leyeron hace más de dos mil años en las estrellas la secreta cartografía que señalaba el sitio exacto donde nacería un niño, hijo de carpintero, que sería rey para ofrendarle oros, incienso por ser también Dios y mirra para aliviarle las heridas que habría de sufrir exactamente treinta y tres años después de la anónima madrugada primaveral en la que los astros anuncian su llegada.

Que son tres o doce los magos y sabios que eran reyes de paisajes lejanos o si son los dos o tres amigos infalibles que se aparecen puntualmente cada amanecer de otro enero como consuelo a tantas desgracias y gritos, engaños y bravatas, como quien se queda mirando a un niño dormido para que al despertar sus ojos encuentren sonrisa bajo los párpados y tranquilidad bajo el velo de todos los sueños que son anhelos. Serán tres o doce los fantasmas que duermen en la urna de oro a la vera del río Rhin, en la infancia de Colonia o serán cuatro o sólo tres los magos que vio enterrados el viajero Marco Polo en Saba, cuando levitaba por la antigua Persia y dejó escrito haber visto sus cuerpos incorruptos y las barbas con cabelleras lustrosas y sanas en túmulos impresionantes de misterio y silencio con el que esos mismos restos han viajado por Constantinopla a Milán y de allí a Colonia y a todas los santuarios del mundo entero en un peregrinar sin descanso en busca de la misma estrella de hace milenios que supuestamente ilumina la conciencia de todos en medio de la oscura penuria de tantos males.

Será el sereno que mira la neblina impalpable que viaja por las esquinas del deseo y anhela la callada felicidad de los niños y serán tres o doce los incondicionales espectros que se hacen sentir cada vez que se abre enero en la pupila cansada del niño que es el hombre que pasa de repente por la esquina del espejo, sabiendo que entre tantos páramo de desolación y olvidos hay un pequeño arcón de oro que reluce en el corazón de una catedral esfumada, palpitando sin sosiego la promesa inmarcesible de que todo, absolutamente todo ha de convertirse en eso que llaman felicidad: la fugaz y tranquila calma, la sonrisa en el paisaje… las ganas de llorar.