Si he entendido bien, lo esencial de la estrategia común que se han trazado los hombres del presidente Guaidó y el elenco de operadores estadounidenses encabezado por Mike Pompeo y John Bolton estriba en que una unidad del Ejército bolivariano se sustraiga a lo que los expertos en estas cosas llaman “la cadena de mando”.
Puesto en román paladino, a eso se le llama “pronunciamiento” y, a despecho de algunos inactuales izquierdistas españoles, mexicanos y uruguayos, es lo que patrióticamente desean millones de demócratas venezolanos con el fervor con que un chamán invoca las deidades que propician buena caza y buena pesca.
Ha habido un goteo de declaraciones militares de acatamiento al presidente Guaidó —nuestro legítimo jefe de Estado interino, que no “autoproclamado”—, pero hasta ahora se ha tratado de oficiales que, corajudamente, se han manifestado sin más poder de fuego que el valor civilista de su palabra y su ejemplo. Casi inmediatamente todos ellos se han visto reducidos a prisión.
Lo que la imaginación colectiva echa en falta es un cuerpo acantonado en un sitio significativamente estratégico, con nutrido número de animosos oficiales y efectivos de tropa suficientemente bien armados como para asegurar el control de, digamos, un campo de softbol y una pista de 3000 pies de largo a la que se pueda invitar los C-17 de la fuerza aérea gringa que uno imagina repletos de instrumental quirúrgico, ciclosporina para diálisis y leche de soya formulada para bebés.
A partir de un episodio semejante es razonable esperar que el Ejército chavista, ese partido armado que hoy vocea su disposición a dar la vida por Nicolás Maduro, comenzaría a derretirse como en su momento le ocurrió la Guardia Republicana de Saddam Hussein.
Como quiera que todas las provisiones constitucionales han sido ya cumplidas por la Asamblea Nacional, el nuevo, legítimo Gobierno —provisto ya de recursos financieros con que comenzar a echar adelante la transición democratizadora— vería entonces crecer el imprescindible sustento militar criollo en cuestión de horas y solo faltaría hallar el paraje soleado junto al mar. ¿Varadero?, ¿la Riviera turca?, donde no solo John Bolton imagina el retiro de Nicolás Maduro y el principio del fin de la “troika de las tiranías”: Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Una pléyade de oficiales cuyos rostros y nombres aún no conocemos estaría ya por entrar a escena y, como diría un guionista de teleseries, ese sería el punto de giro de la trama que precipite los últimos quince trepidantes minutos del episodio.
Sin embargo, los generales y coroneles constitucionalistas que la señora Rocío San Miguel —cabeza visible de un prestigioso observatorio de la institución armada venezolana— asegura que existen, como existen los hipogrifos y los unicornios y otros seres mitológicos, no se han dejado ver aún. Al parecer, trabajan en las profundidades de los cuarteles, como nibelungos en el lecho del Rin, aguardando a que la sociedad civil siga poniendo los muertos mientras llega el momento de actuar.
Lo anterior puede sonar impío e indiferente al sufrimiento de centenares de insumisos militares venezolanos que, es notorio, hoy sufren ignominiosa prisión en mi país, pero es también solo una versión de la impaciencia que consume a una inerme población a la que los vertiginosos acontecimientos de enero y lo que va de febrero inducen a pensar que el fin de la trágica crisis humanitaria debería estar cerca.
Ya en otra entrega aplaudimos la brillantez de la estrategia política desplegada tan cabalmente por el presidente Juan Guaidó y que entraña flanquear a los hombres de armas venezolanos con el reclamo legalista de que asuman su deber de restituirle a la nación el apego a la norma constitucional y garantizar el retorno a la alternabilidad democrática.
Para ello, y es lo singular del trance que atraviesa Venezuela, no hace falta cruzar disparos ni comprometer la soberanía territorial. Solamente se requiere despejar resueltamente, contra la crueldad y los designios tiránicos de Maduro, el ingreso de ayuda humanitaria.
El fin de la usurpación y el llamado a elecciones verdaderamente libres vendrían, por añadidura y de modo natural. No sería una salida ilusoria a la crisis: sería el triunfo del talante pluralista, propenso a la paz y la concordia, que desde siempre ha caracterizado a la más noble inteligencia venezolana.